////// Año XVº /// Editor Anónimo: Daniel Ares /// "Prefiero ser martillo que yunque", Julio Popper ///

lunes, 27 de noviembre de 2017

ARA SAN JUAN: LA TRAGEDIA PERIODISTICA…




La era de los medios masivos está por terminar.
La revolución tecnológica se lleva muchas cosas –el teléfono fijo, el taxi, la agencias de viajes, etc-, y con la misma fuerza se lleva también, y en todo el mundo, a la industria del periodismo.
En la Argentina, uniformes cuando no hegemónicos, los medios cada vez se distinguen menos entre sí, mancomunados en una decadencia general que las grandes tragedias revelan en toda su desgracia.
En la lucha contra las redes por el minuto a minuto, la emoción vale más que la información, pero está claro que los muertos nunca importan.



VERÁS QUE TODO ES MENTIRA






Frente a las grandes tragedias, prácticamente a coro, el periodismo nacional muestra sus grandes miserias, la asombrosa extensión de sus carencias.
Lugares comunes a repetición, escasez de imaginación y de vocabulario, la imitación de la competencia como todo argumento, la osadía del ignorante, la hegemonía de sus dueños, el apetito por las ventas, el apuro, la impericia y la desidia, acaban en un show casi constante, uniforme, hueco, y tragicómico… Trágico porque se origina en una tragedia, cómico porque el ridículo ajeno es una de las bases del humor… Chaplin, el Gordo y el Flaco, los Tres Chiflados, Eduardo Feinman, Alejandro Fantino, Santiaguito del Moro y el Payaso Firulete, son algunos pocos pero buenos ejemplos.
Desde que el desastre del ARA San Juan alcanzó la luz pública, los medios se frotaron las manos con las altas marcas de encendido, y salieron a pelear el share… Esperanzados –comercialmente esperanzados- con un final feliz, empaquetaron la tragedia con el título de “Los 44”, rápida remake de “Los 33” mineros chilenos, porque a falta de imaginación, siempre nos queda el plagio.
Así se daba comienzo al impúdico manoseo de un desastre inédito. El vacío de información rellenado con la hipótesis personal, el augurio, el rezo, la sospecha, la mentira simple, la improvisación constante, la indignación pasajera, el falso lamento, el golpe bajo, el chiste desubicado, la paparruchada, un cacareo agotador hecho de frases hechas, de lecturas leves, de urgencias publicitarias… periodismo cero.
Como un sarampión que anoche no parecía, brotan por todas partes repentinos especialistas en navegación de submarinos, inmersiones y sumersiones, operaciones de rescate y secretos militares, vientos, corrientes, océanos y ballenas.
En competencia desigual contra las redes sociales, se busca el impacto "minuto a minuto" y así la espectacularidad de una noticia, importa más que su veracidad. En esa disputa se licua el oficio, y lo que sobrevive es otra cosa… el histrionismo, la osadía, el delirio…
Entonces todos y cualquiera se permiten opinar, explicar –improvisar- sobre temas que desconocen –básicamente porque no les importan-, sin siquiera saber, en la mayoría de los casos, de qué están hablando. Hablan de un submarino, pero no perciben que entonces hablan de defensa militar, de secretos de Estado, de geopolítica, de alta diplomacia, del presupuesto nacional, de pactos internacionales que también ignoran… 
Así por ejemplo Alejandro Fantino –periodista deportivo devenido en analista político por el simple efecto de un corte de pelo-, Eduardo Feinman, desde la vulgaridad de su resentimiento, o Santiaguito del Moro, insustancial y sonoro, le explican al gran público lo que no tuvieron tiempo de entender. Y a toda esa nada se le llama periodismo.
Como el final feliz al final no llegó, la misma jauría se lanzó a buscar un culpable, y como suele ocurrir, inmediatamente lo encontró: el gobierno anterior. Y ya iban a por sus miembros más notorios, cuando el propio Macri los paró conciente de que Cristina pudo haberle dejado el submarino todo roto, pero el que lo llenó de gente y lo mandó abajo del agua, era él.
“¡No hagamos política con esto!”, gritó inmediatamente el Coro de Niños Audiovisuales, y allí nomás recogió el espantasuegras que acababan de soplar. No hay dirección, intención de informar, investigar, nada… hay otra cosa: hay el minuto a minuto… la guerra que ven que tienen perdida contra las redes sociales, y en esa desesperación, claro, se desesperan…
El periodismo tal y como lo conocemos, el periodismo de los medios masivos, agoniza en todo el mundo. Últimamente esos grandes medios no hacen más que replicar y correr tras lo que se viraliza en las redes sociales, o a partir de las grandes filtraciones (Wikileaks, Panamá Papers, Paradise Papers), todas fuentes a las que el gran público tiene acceso por un mínimo clic… La pregunta es: ¿cuánto puede sobrevivir, en cualquier negocio, un intermediario ya innecesario?…
El periodismo de los medios masivos se extingue porque se diluye en la multitud. Cada individuo lleva hoy en sus manos una estación portátil de producción y emisión de noticias. Puede filmar, fotografiar, escribir y publicar, simultánea e inmediatamente, en todo el mundo. Y sin proponérselo, y acaso sin pensarlo siquiera, allí produce periodismo. 
Si la noticia es buena, impacta, se viraliza… y allí detrás vienen los grandes medios a levantarla o comentarla… pero ya detrás… ya intermediarios innecesarios… ¿cuánto podrán sobrevivir?
En los últimos cinco años The New York Times consiguió mantener su renta, no subió ni bajó. En el mismo lapso, Facebook la aumentó año tras año.
Hay otro hecho sustantivo: ningún medio del mundo, por famoso, antiguo o prestigioso que sea, consigue todavía hacer rentable su edición digital. Todos viven, sobreviven, aún, de la edición en papel. Que cae sin parar año tras año en todo el mundo. Otro hecho.
Desde luego, conforme caen las ventas, y por efeccto simpatía, caen los ingresos publicitarios, en paralelo la inversión interna, y por lo tanto los recursos, el personal, los sueldos… las redacciones se achican, se comprimen, se “ajustan”, el redactor acorralado acapara cada vez más trabajo, en tanto cede medios y tiempo para realizarlo, y así el producto se apura y se resiente, se abarata… En consonancia, la caída en los sueldos vuelve demasiado caros a los buenos, y la hechura de los medios cae cada vez más en manos de los principiantes, siempre tan voluntariosos, con tantas ganas de aprender, y tan económicos. Es la tormenta perfecta.
Tal es la situación actual de la industria periodística en todo el mundo. Pero en la Argentina es aún más grave. Lo que hasta ahora llamamos “el periodismo argentino” agoniza aplastado entre ese cambio de paradigma histórico que lo vuelve obsoleto sin solución, y un monopolio donde la esencia del buen oficio ya no importa nada. Otra tormenta perfecta.
Y entonces basta una gran tragedia para revelarnos las grandes carencias de una industria en su agonía. La impericia, la desidia, la inmoralidad acaso involuntaria en el apuro por el rating, el cronista que repite la pregunta porque no escucha las respuestas, el movilero que insiste en revolver la herida de su entrevistado porque “el llanto garpa”; el panelista que se anima a una hipótesis que ni siquiera terminó de pensar; el conductor que hoy nos explica un submarino y ayer nomás el último romance de Pampita.
Es la tragedia periodística en la que día a día nos ahogamos todos. 

* * *

domingo, 15 de octubre de 2017

CÉLINE, o el Guernica en palabras...




Aquí estos apuntes extemporáneos en homenaje a uno de los escritores que más admiro porque más me ha enseñado: Céline, el horrible doctor Louis Ferdinand Destouches.
Nunca recomiendo su lectura. 
Céline es un abismo, un maldito irrebatible: no ofrece salidas.
Héroe de la Primera Guerra, condenado por traición a la patria en la Segunda, médico de suburbios, acusado de colabó, exconvicto, renovador de la lengua francesa, y de la literatura universal, es considerado todavía uno de los mejores escritores de la historia.
Pero no es para el lector común. 
Ni el mundo, ni la vida ni la humanidad volverán a ser los mismos después de leerlo. Mejor evitarlo.
Para el aprendiz, en cambio, su lectura es obligatoria. 



El Guernica en palabras




Es un lugar común o algo peor extraer Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito y desechar el resto de su obra o reducirla apenas a la prueba escrita de la fatal decadencia de su autor. Este facilismo se debe a que sus dos primeras novelas, sobre todo la primera, mostraban, aún, cierta complacencia con el lector. A partir de allí Celine encarna su propio verbo y rompe con el público también. Ya no habrá tregua. Leerlo será sufrirlo, basta de goces, de placeres mundanos, de normalidades perimidas. Ya no narra bombardeos: ahora detona su propia prosa.
Dícese que terminó de escribir Rigodón y se murió. La misma tarde.
¿Es posible terminar de escribir una novela un día?... ¿Mucho más cuando uno lo que hace, sobre todo, es estilo?...
Verdadero o falso, allí, en Rigodón, hacia el final de sí mismo, lo grita por última vez: “soy un estilista con tres pares de cojones”.
Y sí.
Hubiese sido muy fácil, para cualquier escritor de su talento, sostener a lo largo de la vida una obra apacible, sin sobresaltos, sin riesgos, contentando a un tiempo al público y por lo tanto a sus editores, sin más esfuerzos que repetir de memoria los muy buenos trucos mostrados en el Viaje. Un escritor sin coraje, se hubiera refugiado ahí, así.
Céline saltó al vacío.
Dinamitó la lengua francesa, y en dominó, la novela toda. Contó el alma de su época concentrada en sí mismo, sin máscaras ni disfraces. Fue la forma tangible del espíritu de Europa, su grito callado a viva voz, pero sobre todo, fue nuevo y fue mejor. No podía sino ser linchado.
Sabía muy bien que lo que no le perdonaban era el Viaje. “El Viaje les molesta… ellos y yo sabemos de qué hablo, todo está allí”. El resto, sus panfletos, sus otros libros, fueron la excusa. La injuria su patíbulo. Su genio su guillotina.  
¿Era nazi? ¿Era colaboracionista? ¿Y por qué entonces Hitler había prohibido sus novelas, y Petain también, así como Stalin?... Proscripto entre proscriptos, con libros aún hoy prohibidos, tantos años después la historia apenas gotea la verdad sobre quién fue de verdad el terrible doctor Louis Ferdinand Destouches.




Condecorado con la Legión de Honor en la Primera Guerra, juzgado por traición a la patria en la Segunda, médico de suburbio con vergüenza de cobrar sus visitas, sospechado de agente de Alemania, voluntario en África para la Sociedad de las Naciones, acusado de vender la Línea Maginot, gran novelista de Francia, “Desgracia Nacional”; su fantasma inasible tampoco nos da tregua… ¿Cuál de todos los que era, fue, es, Céline?
La pregunta subsiste porque su obra venció al olvido.
Es un lugar común o algo peor despreciar la trilogía alemana, las Fantasías danesas, las onomatopeyas, la violencia desganada de sus frases inconclusas, esas metáforas inacabadas latiendo aquí y allá como bombas de tiempo, como minas personales… Vicente Huidobro recomendaba no mencionar las rosas en los poemas, sino hacer que florezcan. Céline lo consigue: cruza Alemania en ruinas, y allí los escombros de su sintaxis, la furia del sonido del caos que lo envuelve, el jadeo de la fuga en los puntos suspensivos de su prosa toda rota.
Ni una coma, en él, era gratuita. Avisa en el prólogo de Guignol´s Band: “El jazz reemplazó al vals, el impresionismo abolió la luz falsa… se escribe telegráfico o ya no se escribe”. Moderno entre modernos, capaz de condensar en cuatro rápidos trazos un espanto eterno, hoy hubiera arrasado en las redes sociales. Pero le tocó ser el cronista del tiempo de los asesinos.... ¿Cómo hacer ese trabajo?... ¿Cómo transmitir, con precisión, semejante delirio?...
No había manera, y entonces la inventó.



El 10 de octubre de 1932 era distribuida por las librerías de París Viaje al fin de la noche. Toda la novela universal envejecía de repente.
Un médico, no un escritor, ni siquiera un periodista, emergía del silencio como la excepción que rompía todas las reglas.
Robert Denöel -asesinado en 1944 en la explanada de Los Inválidos-, la publicaba. También en breve publicaría a Henry Miller, y entonces le mostró el manuscrito del Viaje y Miller lo leyó y reescribió entero su Trópico de Cáncer. La guerra destruiría muchas cosas, pero no el Viaje.
Los americanos entraron en París, y lo descubrieron. Nunca más escribirían igual. Miller, Kerouac, Burroughs, Bukowski, inauguraban la prolífica descendencia. Bret Easton Ellis y muchas “novedades actuales”, son hojas apenas de las ramas de ese árbol.
Tal vez por eso, para que no cunda el ejemplo, lo cubrieron de plumas y alquitrán. Pero el ejemplo cundió. De a poco no quedó gran cosa fuera de Céline. “Ya nadie escribe si no me imita”, repetía hacia el final, en su retiro de Meudon. 
Su “pequeño truco” perforaba por todas partes la literatura y el periodismo, el cine, el teatro y la radio, y por retroalimentación, la forma de hablar, y de comunicarse. Lo coloquial, lo llano, incluso lo vulgar, y todo aquello considerado hasta entonces “antiliterario” por definición, pasó a ser, de pronto, la mejor forma de escribir, la más directa, la más clara. La más emotiva.
En Conversaciones con el profesor Y, recuerda su invento, y lo subraya: “¡La emoción en el lenguaje escrito!... el lenguaje escrito estaba seco… ¡soy yo el que le devolvió emoción al lenguaje escrito!.. ¡como le he dicho!... ¡un lindo trabajito, se lo juro!... ¡el truco, la magia! ¡que cualquier tarado hoy en día pueda emocionar “por escrito”!... ¡no es nada!... ¡es ínfimo, pero es algo!...”
Detenerse en su avanzada, era sentarse a imitar a sus imitadores. Eligió ir más lejos que todos.
Faltaba todavía para que los beatniks iniciaran la polémica sobre la escritura automática, cuando Céline ya la había consagrado sin renunciar a la orfebrería que es propia del estilista (así como ajena al catártico). Y eso fue mucho para muchos.
Cuando aparece en 1954 la segunda parte de Fantasía para otra ocasión, Robert Poulet –antiguo admirador de Celine- escribe en la revista Rivarol: “El monstruo perdió su agilidad increíble. No hace más que morder todo el tiempo en el mismo lugar, con la masticación formidable y cansina del león enfermo. Para decirlo abiertamente: cansa, aburre”.
Ya no se trataba del maldito Bardamú del Viaje, feroz pero aún romántico, novedoso pero entendible… ya no quedaba nada del cronista por lo menos ordenado de Muerte a crédito. Ahora, en su Fantasía, estallaban sintaxis y estructura sin ningún respeto por el manejo de los tiempos ni por “las líneas argumentales” ni por el “punto de vista del narrador”, ni más trama y subtrama que su espanto perplejo. Todo voló por el aire. En pleno relato el narrador es atropellado por el escritor, que allí viene a contarse, o que más bien somete al narrador para que lo cuente en un juego de espejos con el punto de vista, que resultó demasiado para muchos. Mucho al menos para Poulet.
¿Pero qué busca Céline con todo eso?...
Quiere contarnos sus días en la cárcel de VestreFäengsel, en Conpenhaguen; su pelagra, sus fiebres, el frío que sufre en ese pozo condenado entre fantasmas durante 18 meses. Después lo indultan, sí, pero después. Mientras tanto espera la muerte, sus bienes son embargados, saqueados, la BBC lo señala como Enemigo Público, Sartre, su admirador, lo apunta. Eso nos cuenta ahí, así, con esa prosa y esa estructura descoyuntadas, y esa especie de pesadilla hablada tan difícil de aguantar, de soportar, como la cárcel, como la decepción, como la pelagra, como el resentimiento, el hambre, como los 30 grados bajo cero y su condena a muerte…
¿Y aún así pretendía vender?...
En sus libros el autor y el narrador dicen que sí. Pero su obsesión con el estilo y el lenguaje, los desmienten todo el tiempo.
Insiste y vuelve y vuelve sobre el mismo punto. Habla de su “pequeña música”, de su "invento", su “truquito”. Busca ejemplos que mejor lo grafiquen: el subterráneo desbocado, el palo doblado para que parezca recto bajo el agua, quiere explicarlo, subrayarlo, distinguirlo, no cree en los hombres, y teme que por bestias no lo notemos. Exageraba. Era, cómo no, un paranoico. Los hombres sin demora se dieron cuenta. No se lo decían a él porque temían la foto a su lado, la asociación indecorosa con aquel nazi despreciable. Juzgado en ausencia, Francia ya lo había declarado “Desgracia nacional”.



Su “pequeño truco” era tan grande que iba a volverlo inmortal. Como la rueda o la cuchara, se trataba de un invento a la vez sencillo y contundente. Céline conecta por primera vez el habla popular con la literatura de alto vuelo, y planta frente a las academias, como una bandera pirata, esa verdad que hasta entonces reptaba sigilosa por los folletines más baratos. Homero Manzi diría: “no era un hombre de letras, hacía letras para hombres”.
Si se piensa que en la Argentina, por ejemplo, hasta 1946, el uso del lenguaje lunfardo, del che, del vos, y el tuteo nacional estuvieron oficialmente prohibidos por ley en las radios y los medios y en el cine; que bien entrado ya el siglo XX Roberto Arlt y Nicolás Olivari todavía peleaban con los críticos cada giro coloquial que osaban escribir; tal vez se pueda medir mejor lo que en 1932 desata Céline cuando publica el Viaje. Una literatura popular, no tenía por qué ser precaria. Un lenguaje moderno, podía sostenerse en una cadencia clásica. Pero era imposible hacer todo eso con la sintaxis oficial. Y Céline no se engaña: en el arte sólo el fin justifica los medios.
El arte debe producir belleza, pero esa belleza no es tal si no conmueve, si no provoca risa, dolor o reflexión. Céline consigue, a un tiempo, todo. Botón de muestra:
“En la compañía Poudrèdière, del pequeño Togo, trabajaban, al igual que yo, otros negros y blancos de mi estilo. Los negros sólo funcionan a fuerza de cachiporrazos, en suma, mantienen su dignidad. Los blancos, amansados por la instrucción pública, marchan solos”.
Belleza, risa, dolor y reflexión. Arte del más elevado. Literatura. Y con ese lenguaje que todos hasta entonces despreciaban, o temían. El pequeño truco era un invento magnífico. Un descubrimiento. Un médico lo había logrado. Un científico. Esperar que se detuviera allí, era ignorar su naturaleza. Si el experimento había funcionado… sólo había que avanzar, profundizar, hundir el escalpelo.
Muerte a crédito pierde ese tono lírico del Viaje, y de a ratos el orden cronológico de su acción, la corrección técnica del punto de vista. Céline se adentra. Prueba. Experimenta. Su siguiente obra, Guignol´s band, comienza con una extensa onomatopeya. Por eso avisa: “se escribe telegráfico o ya no se escribe”.
Luego París será liberado, la guerra no termina, y él, sospechado por izquierdas y derechas, debe huir, con su mujer y su gato. Entre España y Dinamarca, elige Dinamarca, y se equivoca.
Apenas llega lo detienen y lo encierran en el pabellón de los condenados a muerte. Dos años después un día lo indultan y lo sueltan, a pedido de Henry Miller, de René Barjavel y de otros que reclaman en su alegato “por uno de los más grandes renovadores de la novela junto a James Joyce”. Sale pero no vuelve a Francia. Serán entonces los años de ese bosque danés reseco por el frío, con su mujer y su gato en una cabaña con piso de tierra apisonada. Cinco años escribiendo en silencio los gritos que le quedan.
De regreso de la cárcel y de la muerte, enfermo, hundido en el oprobio, la miseria y el destierro, sin nada que esperar, desesperado o fatal, Céline se interna de una vez por todas en las tinieblas de su propia prosa. Los ojos ciegos, fijos. No teme. Sabe en quién se confía. En él.



Mientras el narrador del Viaje parece cómodamente sentado en algún lugar de su derrota; al de las Fantasías danesas, al de la trilogía alemana, lo imaginamos más bien tomando apuntes apurados mientras escapa bajo las bombas entre edificios que se desmoronan. No hay tiempo para bordados, diría Arlt.
El delirio que ve le ofrece su propia dinámica, y Céline la toma. No construye escenas con palabras, apenas monta las palabras sobre los hechos que narra. El caos, su incoherencia, la magna imbecilidad y su vacío. Son golpes secos, duros, muchos veces innecesarios. Imprime la emoción en la página. Si pudiera hacerlo sin palabras, igual sería literatura. Parece entrar a la frase con cierta voluntad, cuando de pronto la abandona, como cansado o arrepentido, sin molestarse siquiera en tacharla, y es justamente ahí, en ese quiebre, donde el silencio resuena como un grito. Urgido, desbordado por el pandemónium que lo envuelve, corre tras el horror, intenta asirlo… pero el horror arde en sus manos y lo suelta, y otro hecho, más horrores, se le imponen, lo desbaratan... No es un viaje al fin de la noche: es el fin de la noche. Ningún artificio.
En 1952 vuelve a Francia. Perdonado por la justicia, vivirá con el badajo de colabó colgándole del cuello hasta la muerte. Pero vuelve igual. Ama Francia, y sobre todo, dice, ¡la lengua francesa!
Se instala en Meudon, en las afueras de París. Allí morirá en 1961, pero antes va despachar la trilogía alemana: De un castillo al otro, Norte, y Rigodón.  Acosado por la supervivencia, la vejez, las injurias, las acusaciones, las sospechas, las secuelas de la guerra y de la cárcel, igual no se entrega. Un par cualquiera de sus mejores piruetas le permitirían vender lo suficiente, pero no… siguió buscando la emoción, no las ventas. Reeditan el Viaje, lo incluyen en la Pléyade, es uno de los pocos autores vivos allí, pero sus nuevos libros desconciertan, y sus editores lloran y le lloran, mientras Celine experimenta sin parar. Un estilista con tres pares de cojones.
No importa –no le importa- a dónde va a llegar. Le importa que el túnel abierto se extiende, se adentra… Ve que hay más, que todavía existe otra forma de electrificar la frase, y prueba, insiste, no se detiene.
Ahora lo edita Gallimard, y en sus propias páginas cuenta que el propio Gallimard le recrimina sus pocas ventas, su gracia extinta. Dice que le pide el Viaje, más de eso. De lo mismo que ya fue. La sensación del lector es que Céline escucha el reclamo y de buena gana lo acataría, pero que ya no puede parar, que su propia escritura lo arrastra y se lo lleva, lo obliga a narrarse. El túnel que abrió, ahora se lo traga.
Los tiempos superpuestos, los puntos de vista que mudan, se cruzan, sus voces que se chocan, y esa velocidad propia del pánico que cuenta, consiguen en su conjunto un texto estrictamente poético, aunque compuesto con la prosa más prosaica. En blanco y negro y sus gamas de grises, ningún color, ninguna forma terminada, todo roto, fragmentos de lo que hubiese sido o era, retazos de relatos mutilados, el esplendor del espanto y su tragedia… Algo así como el Guernica de Picasso, pero resuelto nada más que con palabras.
Desde luego el lector que se asoma a Céline esperando un relato convencional, que se entienda por sí solo, que nos sirva bien ordenado, por ejemplo, el desastre inasible de una guerra, es un lector que a Celine dejó de interesarle allá por El Viaje, al salir de Muerte a crédito… “El autor no hace favores”, dice el cartelito que falta a la entrada de sus siguientes libros. 
Entonces vienen los aciertos y los despropósitos, los grandes logros, y los intentos monumentales desbaratados por su propio peso. El lector desprevenido, es acosado, confundido, de a ratos maltratado, y, o bien se entrega, o bien abandona.
En un pasaje de Fantasía para otra ocasión, la rueda del relato se detiene de golpe, el autor aparta al narrador, y le escupe al lector en la cara: “Y tú… ¿eres arquitecto, o escombros?”. Ya no hay piedad. El lector no importa. El aprendiz tal vez.
El aprendiz, el buen aprendiz, no puede –no debe- dejar de preguntarse por qué un hombre capaz de Viaje al fin de la noche, más aún: por qué un hombre capaz de arrancar su travesía literaria con Viaje al fin de la noche, al cabo de sus días, ya grande, ya maduro, ya dueño de toda su técnica, hace una cosa así… así como las Fantasías, como la trilogía alemana…
¿De verdad se ha vuelto loco, como insisten en repetir sus detractores, los que no lo quieren, no lo entienden, o no pueden superarlo?… ¿De verdad está terminado, y lo que hace es repetirse, imitarse sin suerte, agotado?...
No. Eso es un lugar común, o algo peor.
Céline no se imita. Al contrario: antes más bien se inmola. Sabe que caerán sobre él, que lo darán por acabado, que lo esperan hace mucho. Pero eso tampoco le importa.
La crítica, sus colegas, la opinión pública, la coyuntura, lo contemporáneo. Rimbaud diría: “los placeres mundanos lo han abandonado”.
Es médico otra vez. De suburbio siempre. Tiene unos pocos pacientes, algunos ni saben quién es, otros no lo recuerdan, y un par también lo admiran. Y la mayoría tampoco le paga. A veces. Le sigue dando vergüenza cobrarle a un enfermo por mucho que se lo cure. El horrible.
En la superficie de su trilogía alemana está el relato de su fuga hacia Dinamarca a través del IIIº Reich que se derrumba sobre su cabeza. Sí. Y la decadencia de la aristocracia jerárquica de ese IIIº Reich. También. Y más: predice la desaparición de esa vieja Europa que -avisa- “se terminó en Stalingrado”. También eso nos cuenta. Es el cronista.
Pero bajo la superficie del relato, está lo que de verdad sucede en el relato. Una vez que el lector –ya prevenido- le permite a Céline su escritura, lo que sucede es otra cosa. Complicados con Céline –ya no un alter ego, ya él- acompañamos su fuga y vemos con él los pliegues y repliegues de las miserias humanas, la codicia, la envidia, el egoísmo, la maledicencia, el miedo, la ausencia manifiesta del amor, en suma y en esencia: las raíces reales de todas las guerras que en el mundo han sido y serán.
Y eso es lo que surge como un vapor hediondo de su prosa extraviada. Allí está todo sin subterfugios, artificios ni concesiones. No hay héroes ni villanos, apenas los hombres, las mujeres. Nosotros. Ahí lo imperdonable de Céline: nosotros.
Hasta donde una pieza literaria puede considerarse “acabada”, la leyenda insiste con que Céline terminó Rigodón, novela que cierra la trilogía alemana, la mañana del primero de julio de 1962, y que esa tarde se murió. De un derrame cerebral.
De ser así su última escena anuncia a los chinos entrando en Cognac. No los rechaza, no opina, avisa, describe. Es el cronista. No se lo perdonaron nunca. Hoy los chinos están en Cognac.
Se autoproclamaba cronista. Lo fue. Su enorme literatura es apenas una consecuencia lateral de su verdadero objetivo: contar su tiempo. Pero no decirlo, escribirlo, sino exactamente trasmitirlo. De a ratos lo consiguió, de a ratos la fritura de la interferencia fue mayor, pero aún entonces, siempre estuvo más cerca que nadie de lograrlo. Y allí sigue todavía: más cerca de lograrlo que nadie.
Es un lugar común extraer Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito y desechar el resto de su obra o reducirla apenas a la prueba escrita de la fatal decadencia de su autor.
Un lugar común, o algo peor. Es como decir que el autor del Guernica era el loco, y no Francisco Franco cuando ordenó ese bombardeo. 








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domingo, 3 de septiembre de 2017

LANATA & Co.: PERIODISMO SIN RETORNO...



La desaparición forzada de Santiago Maldonado hizo de la grieta un abismo del cual no todos tendrán retorno. Como en tiempos de la dictadura, un sector de la prensa –el mismo sector con otros nombres- se complica sin pudores en un crimen de lesa humanidad. Pero el mundo gira, y…


SIEMPRE HAY UN MAÑANA

Ilustración: Horacio Cacciubue
(del muro de Fernando Peirone)



“El mundo da vueltas, 
los que hoy están arriba,
mañana están abajo”
Carlos Bilardo



Una nueva generación de periodistas se adentra en las mismas sombras donde otrora perdieron todo su prestigio Joaqu-Inmorales Solá, Bernardo Neustadt, Mariano Grondona, y tantos otros más o menos conocidos y no, pero igualmente tristes.
Neustadt murió en el oprobio, Grondona se ahogó en su propio pasado, Inmorales Solá sigue en carrera, pero… 
Tamborcito de Tacuarí de la masacre perpetrada en Tucumán bajo las órdenes del general Domingo Bussi -y el ampuloso título de Operativo Independencia-, Inmorales Solá nunca se repuso de aquellos días. Siguió trabajando, y muy bien pago por cierto. Pero para siempre arrodillado a la altura de las braguetas de los amos de entonces. Su perenne pretensión de independencia y objetividad, es sólo eso: una pretensión perenne. 
Y vale recordar que por aquellos días de tinta y sangre había sólo cuatro canales y la prensa gráfica no prodigaba popularidad masiva. Porque desde luego fueron muchos más los que vendieron su oficio al peor postor. Sólo que la gran mayoría, amparada por el anonimato, logró sobrevivir cuando llegó la democracia merced a un par de sencillas y rápidas piruetas, como, por ejemplo, darse vuelta y listo. Negar hoy lo que se decía ayer. Mejor, peor: decir hoy todo lo contrario de lo que se afirmaba ayer. Días sencillos. Altri tempi.  
Ahora más de cien canales, señales de noticias las 24 horas, portales y redes, buscadores y on demand, prodigan en su conjunto una fama de la que no todos ni muchos conseguirán volver. Menos aún aquellos que hoy parecen olvidar una regla de oro del Universo: siempre hay un mañana.
Mucho antes que Julio Grondona fue el Rey Salomón quien grabó en su anillo la frase “Esto también pasará”.
Jorge Rafael Videla detentó en su momento el poder absoluto. No enfrentó parlamentos díscolos, prensa molesta ni sindicatos rebeldes. Le fue permitido matar, secuestrar, desaparecer personas, traficar recién nacidos, detonar la industria nacional y quintuplicar la deuda externa. Poder absoluto. Y acabó en el inodoro de una cárcel.
Todo pasa. El mundo gira. Los que hoy están arriba…
Y es que una cosa es la vieja grieta original de la Argentina, y que por fin, y afortunadamente, alcanzó la luz pública –porque los entripados alguna vez hay que resolverlos-, y otra cosa es el abismo sin fondo abierto por la desaparición forzada de Santiago Maldonado. Había un límite, y algunos lo cruzaron.
El periodismo –según su esencia y sus manuales- se extingue en todo el mundo, y en la Argentina rápidamente. Lo reemplazan el show periodístico –en ese orden-, una feroz competencia por inciertas mediciones, la abundancia de habladores plastificados bajo el rótulo de panelistas; y en la prensa gráfica, salvo algunas pocas excepciones de rigor técnico, abundan el panfleto, el pregón, el pasquín, la mera difusión de intenciones políticas, el ocultamiento de hechos evidentes, y la mentira simple. Periodismo cero.
Son tiempos de lanatas y majules, de leucos y leucocitos, de fantinos y feimanes, de improvisación y venalidad, la información no importa si no se ajusta a la maniobra oportuna, la obediencia debida obliga a defender lo indefendible, y la opinión degenera en la expresión vulgar de sentimientos y/o resentimientos personales. Periodismo cero, pero exposición total. No todos tendrán retorno esta vez.
Un ciudadano desaparece en manos de la Gendarmería Nacional –el que lo duda es porque quiere-, el Gobierno Nacional encubre esa desaparición –basta revisar cualquier declaración de la ministro Bullrich-, y una vez más, como en tiempos de la dictadura, un sector de la prensa –el mismo sector- se complica sin pudores en dicho crimen de lesa humanidad.  
Como un viejo campeón reducido en su final a una patética atracción de circo, Jorge Lanata pagará su pacto con el diablo rezando hasta el último de sus días para que Magnetto nunca le falte. Licuado su prestigio en el jugo de sus propios vómitos, limitado al público que más supo despreciar -el de Mirtha Legrand, el de Susana Giménez, la derecha cruda, pueril y bruta-, sabe mejor que nadie que ya no tiene retorno, que está condenado a escribir infinitamente en su cuaderno de clases: “Nunca más hablaré de Papel prensa ni de Héctor Magnetto ni de los hijos de la Noble”. Una verdad así, no se confiesa ni se ignora. Y precisa para olvidarse de mucho y buen champán. Champán hasta reventar.
Pero detrás de Lanata, como zombies encandilados por un sol de alquitrán, marchan también sus replicantes hacia las mismas sombras –aunque sin tanto champán-, allí por donde perdieron su prestigio -y por lo tanto su credibilidad, y por consiguiente su utilidad-, tantos periodistas que así dejaron de serlo… José Gómez Fuentes, Enrique Llamas de Madariaga, el deportivo José María Muñoz, Silvia Fernández Barrios…  
Porque siempre hay un mañana, y el mundo no para de girar. 
Y porque Santiago Maldonado marcó un límite del que no se vuelve y que ellos ya cruzaron.



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martes, 22 de agosto de 2017

DIEZ CONSEJOS PRÁCTICOS PARA LEER LOS DIARIOS, revistas y afines...

DECÁLOGO DEL LECTOR AVIVADO


  1. Antes que los titulares de un medio, lea siempre sus avisos publicitarios. Si tiene Internet a mano, puede mejor informarse sobre la composición societaria del medio, todo lo cual le dará sin error su orientación política.
  2. Distinga así fuera en un rápido giro o adjetivo la opinión o el vaticinio, de lo que es información concreta.
  3. Ante cada información concreta, intente establecer la fuente citada, y revise si dicha fuente está de alguna forma ligada, asociada o enfrentada –política o económicamente- al medio que la difunde, o al hecho que se comenta. Si no consigue precisar la fuente, dude de la veracidad de esa información.
  4. No fije en su mente como “información”, rumores, suposiciones y/o chismes. Cuando se tope con expresiones como “fuentes allegadas”, “un funcionario cercano”, o cosas así, considérelas como lo que son: rumores, especulaciones, chismes, etc.
  5. Esté atento a cada potencial: habría, diría, sería, podría, etc. La falsa información, la intencionalidad política, lo que en periodismo se llama “pescado podrido”, suele envolverse así.
  6. Separe como la paja del trigo lo que son puras especulaciones subjetivas del autor de la nota, tipo “fulano querría”, “mengano piensa que”, “zutano intentaría”, etc. No olvide que el redactor periodístico no es un narrador omnisciente que habita la mente de sus personajes. Nada que ver.
  7. La objetividad de un medio será siempre imposible, pero su coherencia no. Si saludan en un funcionario la misma actitud que critican en otro, es claro que están haciendo negocios, no periodismo.
  8. No deje de sopesar en sus conclusiones, ante cada cosa que se dice, cuánto se calla con respecto al mismo tema. En los silencios de los medios, muchas veces, queda atrapada la verdad.
  9. Cuando una frase, enfoque o razonamiento se repite sistemáticamente en distintos articulistas de un mismo medio, o de medios asociados, no descarte la posibilidad de una campaña de prensa decidida más arriba, mucho más arriba del autor del artículo.
  10. No olvide nunca el comportamiento histórico de cada medio en los distintos momentos del país. Y recuerde: especialmente en la Argentina, cuanto más antigua la trayectoria, más sospechoso el medio. Una historia como la nuestra no se atraviesa impunemente.


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