Amenazada por un
microbio a simple vista invisible, amalgamada por la pandemia, la humanidad
entera encuentra por fin su enemigo común, histórica oportunidad.
No hay vacuna, no hay antídoto, no hay sistema de salud que aguante o llegue a tiempo.
La sola esperanza que nos queda es que todos y cada uno de nosotros, entienda la importancia colectiva del individuo que somos.
No hay vacuna, no hay antídoto, no hay sistema de salud que aguante o llegue a tiempo.
La sola esperanza que nos queda es que todos y cada uno de nosotros, entienda la importancia colectiva del individuo que somos.
La derrota está casi asegurada.
Pero el juego es así.
Pero el juego es así.
Todos o Nada
“Era un ser sin
importancia colectiva,
apenas un individuo”.
L. F. Céline
Consumidas dos
décadas ya del siglo XXI, en plena revolución tecnológica, mientras exploramos
la superficie de Marte y de taquito resolvemos el genoma humano, la idea de un
microbio invisible que devasta al mundo es tan inconcebible por humillante, que
hasta las grandes potencias se animan a teorías conspirativas según las cuales
sólo el hombre es capaz de destruir lo que es incapaz de crear. Desesperada
ilusión.
El virus avanza y
mata. Deja el Oriente y arrasa Europa, desembarca en América, viaja y sigue.
Pero Washington acusa a Beijing, y viceversa. Como chicos perdidos en un
castillo vacío, le gritan a nadie. No se resignan a sus mínimas relevancias, a
sus reales importancias nulas. Como en la parábola de la paja y la viga,
alucinan enemigos extraños porque no quieren ver la propia impericia.
La realidad nos
superó hace rato. Las cosas están fuera de control. El palpable desastre
ambiental en el que nos hundimos; la desigualdad, jamás tan obscena; las
guerras, que no cesan y se refinan; los movimientos migratorios y la tragedia
de sus refugiados que cada día importa menos (digámoslo todo); la injusticia
social, el hambre y la miseria que seguimos sin resolver; el descrédito inédito
de las instituciones pilares de la democracia -la política, la justicia, los
medios-; la usura -ni el Ser ni Dios ni siquiera el Trabajo-, la usura en el
altar de las naciones; la violencia, que es flagelo y espectáculo; la globalización
y su hiperconectividad, cuyos beneficios seguimos sin advertir… al cabo de
tantos siglos, milenios de civilización, esto es lo que tenemos. Menos que
nada. Una bacteria nos demuele.
Monotemáticos y
repetitivos, vagos y vanos, los medios masivos aprovechan la ocasión para
exhibirse en toda la extensión de su mediocridad, su falta de imaginación, su
futilidad y su agonía. El tema les resulta suficiente, casi no hace falta más
nada. Habladores de incierta idoneidad y cualquier procedencia, auguran, aseguran,
aconsejan, se contradicen, dicen y se desdicen mientras espantan a la
audiencia, aterrada, sí, pero sobre todo aburrida. Ellos también son parte de
este mundo y del fracaso que se lo lleva.
A diez mil metros
sobre el nivel de la realidad, los mandatarios, sorprendidos, desconcertados,
impotentes, reaccionan como pueden, como quien no sabe bien qué hacer. Cuatro a
cero abajo, revientan pelotas en el fondo de la cancha y pasan de la nada al
todo, de subestimar el virus a cerrar las fronteras, de recomendar calma, a sembrar
el pánico. Bien no saben qué hacer.
En Europa los
ajustes pregonados por el FMI, de pronto suenan a emboscada. Emmanuel Macron,
primer ministro de Francia, redescubre, liberal él, los beneficios del Estado y
la salud pública. Italia a su vez lamenta los recortes en el sector hartos de
curar extranjeros, negros y pobres. En España colapsan los hospitales públicos
que supieron despreciar. Angela Merkel avisa que pronto más de la mitad de los
alemanes caerá enferma. Pomposo y suficiente, Donald Trump se ríe del virus,
pero el virus lo acorrala: su sistema de salud no aguanta un estornudo.
Mientras tanto en la Argentina, la oposición -vestigios de la derrota que
supieron conseguir- reclama acciones y explicaciones después de haber eliminado
el Ministerio de Salud. Todos parecen aturdidos.
Sin embargo ingenuo,
infantil, ante la catástrofe colectiva, el individuo que somos insiste con
salvarse solo. Las masas desbordan las góndolas, arrasan con el alcohol en gel,
el jabón, el papel higiénico, los barbijos… si no dejan nada para el vecino, les da lo mismo. Al virus también. Sin importancia colectiva, el individuo
insiste. Ingenuo, infantil. Inútilmente.
Pero amalgamados
por la pandemia, de pronto ha sonado la hora del Todos. No hay vacuna, no hay
antídoto, no hay sistema de salud que aguante o llegue a tiempo, no hay más que
un todos por todos en cada uno de nosotros, lavarse las manos, mantener la
higiene, evitar contactos, aislarse en caso de dudas… en plena revolución
tecnológica, nada más podemos hacer.
Y acaso esa es la
lección.
De pronto comprendemos
que todos dependemos de todos y que todos somos cada uno de nosotros.
Por primera vez
en la historia el planeta entero, la humanidad completa, tiene su enemigo
común. Un bichito mínimo, a simple vista invisible, impalpable, incoloro,
inodoro y seguramente insípido. Desde luego esperábamos algo mejor, más
espectacular, más cinematográfico… alguna vez incluso soñamos con un apocalipsis
de jinetes y trompetas, y… La Gran Humanidad, que se jacta a diario de haber
alcanzado el futuro en pleno presente, de pronto devastada por algo menos que
un insecto. Sorpresa y espanto. Sorpresa espantosa.
Si el virus fue
implantado a propósito como parte de los enfrentamientos entre China y Estados
Unidos, hoy poco importa, quizá mañana de haber mañana. Y tampoco importa si fue un error humano, un frasquito
mal cerrado, un boludo inoperante… El enemigo ya está entre nosotros, avanza y hay que
enfrentarlo, y ahora lo que importa es aprender, por fin y cuanto antes, que
no somos nada si no somos todos.
* * *
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