////// Año XVIº /// Editor Anónimo: Daniel Ares /// "Prefiero ser martillo que yunque", Julio Popper ///

domingo, 15 de marzo de 2020

CORONAVIRUS: LA LECCIÓN DE LA PESTE…




Amenazada por un microbio a simple vista invisible, amalgamada por la pandemia, la humanidad entera encuentra por fin su enemigo común, histórica oportunidad. 
No hay vacuna, no hay antídoto, no hay sistema de salud que aguante o llegue a tiempo. 
La sola esperanza que nos queda es que todos y cada uno de nosotros, entienda la importancia colectiva del individuo que somos. 
La derrota está casi asegurada. 
Pero el juego es así.

Todos o Nada




“Era un ser sin importancia colectiva, 
apenas un individuo”.
L. F. Céline

Consumidas dos décadas ya del siglo XXI, en plena revolución tecnológica, mientras exploramos la superficie de Marte y de taquito resolvemos el genoma humano, la idea de un microbio invisible que devasta al mundo es tan inconcebible por humillante, que hasta las grandes potencias se animan a teorías conspirativas según las cuales sólo el hombre es capaz de destruir lo que es incapaz de crear. Desesperada ilusión.
El virus avanza y mata. Deja el Oriente y arrasa Europa, desembarca en América, viaja y sigue. Pero Washington acusa a Beijing, y viceversa. Como chicos perdidos en un castillo vacío, le gritan a nadie. No se resignan a sus mínimas relevancias, a sus reales importancias nulas. Como en la parábola de la paja y la viga, alucinan enemigos extraños porque no quieren ver la propia impericia.
La realidad nos superó hace rato. Las cosas están fuera de control. El palpable desastre ambiental en el que nos hundimos; la desigualdad, jamás tan obscena; las guerras, que no cesan y se refinan; los movimientos migratorios y la tragedia de sus refugiados que cada día importa menos (digámoslo todo); la injusticia social, el hambre y la miseria que seguimos sin resolver; el descrédito inédito de las instituciones pilares de la democracia -la política, la justicia, los medios-; la usura -ni el Ser ni Dios ni siquiera el Trabajo-, la usura en el altar de las naciones; la violencia, que es flagelo y espectáculo; la globalización y su hiperconectividad, cuyos beneficios seguimos sin advertir… al cabo de tantos siglos, milenios de civilización, esto es lo que tenemos. Menos que nada. Una bacteria nos demuele.
Monotemáticos y repetitivos, vagos y vanos, los medios masivos aprovechan la ocasión para exhibirse en toda la extensión de su mediocridad, su falta de imaginación, su futilidad y su agonía. El tema les resulta suficiente, casi no hace falta más nada. Habladores de incierta idoneidad y cualquier procedencia, auguran, aseguran, aconsejan, se contradicen, dicen y se desdicen mientras espantan a la audiencia, aterrada, sí, pero sobre todo aburrida. Ellos también son parte de este mundo y del fracaso que se lo lleva.
A diez mil metros sobre el nivel de la realidad, los mandatarios, sorprendidos, desconcertados, impotentes, reaccionan como pueden, como quien no sabe bien qué hacer. Cuatro a cero abajo, revientan pelotas en el fondo de la cancha y pasan de la nada al todo, de subestimar el virus a cerrar las fronteras, de recomendar calma, a sembrar el pánico. Bien no saben qué hacer.
En Europa los ajustes pregonados por el FMI, de pronto suenan a emboscada. Emmanuel Macron, primer ministro de Francia, redescubre, liberal él, los beneficios del Estado y la salud pública. Italia a su vez lamenta los recortes en el sector hartos de curar extranjeros, negros y pobres. En España colapsan los hospitales públicos que supieron despreciar. Angela Merkel avisa que pronto más de la mitad de los alemanes caerá enferma. Pomposo y suficiente, Donald Trump se ríe del virus, pero el virus lo acorrala: su sistema de salud no aguanta un estornudo. Mientras tanto en la Argentina, la oposición -vestigios de la derrota que supieron conseguir- reclama acciones y explicaciones después de haber eliminado el Ministerio de Salud. Todos parecen aturdidos.
Sin embargo ingenuo, infantil, ante la catástrofe colectiva, el individuo que somos insiste con salvarse solo. Las masas desbordan las góndolas, arrasan con el alcohol en gel, el jabón, el papel higiénico, los barbijos… si no dejan nada para el vecino, les da lo mismo. Al virus también. Sin importancia colectiva, el individuo insiste. Ingenuo, infantil. Inútilmente.
Pero amalgamados por la pandemia, de pronto ha sonado la hora del Todos. No hay vacuna, no hay antídoto, no hay sistema de salud que aguante o llegue a tiempo, no hay más que un todos por todos en cada uno de nosotros, lavarse las manos, mantener la higiene, evitar contactos, aislarse en caso de dudas… en plena revolución tecnológica, nada más podemos hacer.
Y acaso esa es la lección.
De pronto comprendemos que todos dependemos de todos y que todos somos cada uno de nosotros.
Por primera vez en la historia el planeta entero, la humanidad completa, tiene su enemigo común. Un bichito mínimo, a simple vista invisible, impalpable, incoloro, inodoro y seguramente insípido. Desde luego esperábamos algo mejor, más espectacular, más cinematográfico… alguna vez incluso soñamos con un apocalipsis de jinetes y trompetas, y… La Gran Humanidad, que se jacta a diario de haber alcanzado el futuro en pleno presente, de pronto devastada por algo menos que un insecto. Sorpresa y espanto. Sorpresa espantosa.
Si el virus fue implantado a propósito como parte de los enfrentamientos entre China y Estados Unidos, hoy poco importa, quizá mañana de haber mañana. Y tampoco importa si fue un error humano, un frasquito mal cerrado, un boludo inoperante… El enemigo ya está entre nosotros, avanza y hay que enfrentarlo, y ahora lo que importa es aprender, por fin y cuanto antes, que no somos nada si no somos todos.

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