////// Año XVº /// Editor Anónimo: Daniel Ares /// "Prefiero ser martillo que yunque", Julio Popper ///

martes, 23 de julio de 2019

SERRAT y yo: ALGO PERSONAL…





“No es bueno asomarse detrás del escenario y descubrir que el tenor de voz ángel azota a su esposa”, decía Jack London en referencia a esa imagen o ilusión que el arte proyecta sobre nosotros, y que a la vez oculta o desfigura al artista que la proyecta.
El otro día rodó por Facebook una foto de Joan Manuel Serrat abrazado a Jorge Fernández Díaz y Alfredo Leuco en Radio Mitre, y me recordó esta otra foto y se me dio por contar esta historia…


Y uno se cree…






“Yo me manejo bien con todo el mundo”.
J.M.S.




A fines de 1984 cubrí parte de la gira nacional de Joan Manuel Serrat por las ciudades de Córdoba y San Miguel de Tucumán; enviado por la revista Somos de Editorial Atlántida, junto a Gerardo Horovitz, el Zoilo, excelente fotógrafo, y mejor compañero.
El año anterior Serrat se había presentado ya en Buenos Aires, en una serie de recitales multitudinarios que dejaron en claro hasta qué punto su ausencia durante la dictadura lo había convertido en mito. Pero aquella ahora era su primera gira nacional después de tanto.
Como muchos de mi generación, yo había crecido con sus canciones y su actitud rebelde y comprometida.
Pero de pronto yo trabajaba para Somos, una revista identificada con la dictadura -de hecho había nacido con ella y para ella-, y Serrat, claro, simbolizaba exáctamente todo lo contrario…. Sin embargo ahora Somos quería lavarse de su pasado y era de pronto alfonsinista y democrática, y encima en la redacción tenían una especie de deuda conmigo, así que propuse la nota y la aceptaron. Viajé.
El jefe de fotografía era el Tano Eduardo Forte, a quien no le gustaba nada que le pidieran tal o cual fotógrafo, él te asignaba el que quería, para eso era el jefe. Yo nunca le había pedido ni rechazado ninguno, pero el Zoilo no sólo era un buen compañero de viaje, sino que entonces era el fotógrafo privado de Les Luthiers, a la sazón productores de aquella gira de Serrat. El Tano me lo concedió, y eso facilitó las cosas. Serrat aceptó la nota y nos abrieron las puertas. Todo salió bien. Durante algunos días compartimos la intimidad de la gira y sus mesas. El sueño del pibe.
Tal como me lo esperaba, Serrat –al que enseguida yo también empecé a llamar Juan, como todos-, era un tipo encantador. Carismático, repentista, gracioso, informado, hedonista, curioso, ocurrente. Contaba chistes que te hacían reír sin esfuerzo. En una parrilla de Villa Carlos Paz que cerraron para nosotros, de sobremesa sacó un canuto de su tierra y fumamos como chinos. Deslumbrante.
Viajaba con una chica, una admiradora a la que había conocido, me contaban, el año anterior, pero como entonces aún era menor de edad… La chica compartía nuestra mesa, pero nunca se sentaba a su lado, y cuando quería una foto con él, yo, cualquiera, debía sumarse para que en ningún caso aparecieran los dos solos.
Sus músicos, todos, incluyendo a Miralles, andaban uniformados con sus correspondientes camperas azules con la inscripción SERRAT en la espalda, y comían, siempre, en otra mesa. Y todos lo llamaban el jefe.
Otro mediodía en Córdoba almorzamos en un restaurante del centro de la ciudad, estaba lleno, la gente lo aplaudió cuando entramos, y él agradeció con una sonrisa que a mí me pareció todo un esfuerzo. Inmediatamente, por encima del bullicio, desde los parlantes empezó a sonar un tema suyo. Ni bien nos atendieron, le dijo al mozo: ¿Puede sacar la música, que a este tipo no me lo aguanto? El mozo se rió y la música siguió. Serrat me miró y me dijo: me parece que este se pensó que era un chiste, no?. Sí, le dije. En cuanto volvió el mozo se lo pidió bien en serio y la música cesó.
En Tucumán se puso verde. Ya en Córdoba se había filtrado hasta mí un escándalo interno, una fuerte pelea, una bronca suya por la escasez y/o mala ubicación de los avisos de sus presentaciones en los diarios locales. El ambiente quedó tenso. En Tucumán estalló porque mientras íbamos del aeropuerto al hotel, y la gente lo saludaba a su paso como al Papa, él descubría que no había suficientes afiches de su show en las paredes.
Una mañana de esas fuimos a pasear para hacer fotos al dique El Cadillal. Apenas él, Chiche Aizemberg –productor de la gira, representante de Les Luthiers-, el Zoilo y yo. En un momento paramos para hacer unas fotos con el dique de fondo, y dos tipos que estaban a unos cuantos metros se alborozaron y se nos vinieron encima. Mi nota iba a cada vez mejor. Eran León Gieco y Gustavo Santaolalla que estaban grabando sonidos ambientes o algo por el estilo. Chiche los presentó, ellos se alegraron de verlo, Gieco sobre todo, le dijo: “el año pasado te fui a ver al Luna, dos horas arriba del escenario, yo decía, la puta, cómo aguanta este mono”, él sonrió. Le quisieron hacer escuchar lo que estaban grabando, le encajaron unos auriculares y al cabo de unos pocos segundos me miró y me dijo: “Daniel, toma, tienes que escuchar esto”, y se los sacó de encima. Nos convidaron un vaso de vino que él prefirió no tomar, y entonces Chiche dijo que debíamos irnos. Se acercaba la hora sagrada del almuerzo.
Pero antes de salir del Dique, el Zoilo dijo que quería unas últimas fotos con no sé qué fondo. Con el fondo monetario, es lo único que te falta, chilló Chiche y todos nos reímos pero Serrat le dijo, deja trabajar al Zoilo, y yo de pronto sentí que estaba frente al clásico dúo del policía bueno y el policía malo.
Hechas las fotos que el Zoilo quería, a punto de subir al auto, desde lejos nos gritan tres hombres, tres operarios de una de las represas, ¡Seyat, Seyat!, comienzan a gritar pero no pueden acercarse poque están detrás de un enrejado. Serrat los saluda con un brazo en alto ya metiéndose en el auto, cuando Chiche lo despierta de un grito: ¡Juan!, y le basta una seña con los ojos para marcarle la oportunidad de la foto. Serrat va, sin muchas ganas camina hasta los operarios, el Zoilo detrás, hacen las fotos, pero él vuelve con menos ganas de las que llevó: “encima me preguntan si lo conozco a Julio Iglesias”, se quejó. Me reí yo solo.
Mi idea de la nota era una crónica íntima de la gira, y un reportaje exclusivo, que hicimos esa tarde, ya en el estadio, poco antes del concierto, mientras probaban el sonido. De todo lo que charlamos lo que más recuerdo es que fue él, ahí, quien me descubrió El Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa, que había sido publicado poco antes, y que él ya estaba leyendo. La entrevista duró una media hora. Fue amable y paciente… ante un periodista que ya le había confesado su admiración, claro.
Cumpliendo una rutina, esa noche, terminado el show él y sus músicos dejaron el escenario mientras el público clamaba por un bis. Una más y no jodemos más, etc… Cumpliendo la rutina, en un momento por fin él vuelve a escena ante la ovación general, pero sus músicos se retrasan. Yo estaba a un costado del escenario, lo vi todo. Él sonriéndole a la multitud, los brazos en alto, la ovación en pleno pecho… y los músicos que no aparecen y entonces él que gira y ya es otro, se transforma, se endurece, camina hacía la parte trasera del escenario, descubre a sus músicos sentados, fumando, ajenos, y allí la furia, un rapapolvo como un trueno que los deja temblando, los pone de pie como soldados y allí marchan en fila, con Miralles a la cabeza, compungidos y contrariados de regreso a la fiesta. El jefe se había enojado.
Para entonces yo ya tenía en claro que trataba con un gran empresario catalán, Joan Manuel Serrat, dueño, fabricante y responsable de un delicado producto que generaba millones: Joan Manuel Serrat.
Con nosotros fue siempre muy cuidadoso. Me dejó la impresión de que sentía por el Zoilo una sincera simpatía –por otro lado inevitable en su caso - y por mí, en cambio, una cálida desconfianza. Tal vez por Somos y su fama…
Sin embargo y por eso, ya una mañana en Córdoba, en un puentecito sobre un río donde nos quedamos los dos solos a escupirle al agua como dos chicos, ahí yo, rindiendo todo profesionalismo, abjurando de la revista que representaba, le avisé claramente: quedate tranquilo, Juan, esta nota no va a perjudicarte en nada: si yo crecí con tus canciones.
Y recuerdo perfectamente que entonces él se encogió de hombros, me guiñó un ojo, y nada más me dijo: vamos a comer.
Nos despedimos en Tucumán, ellos seguían para Salta, nosotros debíamos cerrar.
Volvimos a vernos unas semanas después cuando clausuró aquella gira con un par de recitales en Velez a cielo abierto y estadio repleto. Mi nota ya había sido publicada, y aunque allí dejaba constancia de sus “malas lunas”, era lo que podríamos llamar “periodismo de exaltación”. Medio esperaba su gratitud.
Mi esposa de entonces quería conocerlo, así que pasamos al camarín y se lo presenté. Charlamos un rato, le pregunté si había visto la nota, y entonces me dijo:
-- Uf, tío… recién cuando la leí me quedé de verdad tranquilo.
Los otros días rodó por Facebook esta foto con Fernández Díaz y Leuco en Radio Mitre, y me recordó esa otra en el dique El Cadillal, en Tucumán, con el Zoilo querido… y se me dio por contar esta historia sobre los riesgos de asomarse detrás del escenario.



* * *

domingo, 14 de julio de 2019

DECADENCIAS ARGENTINAS: DE LAS FUERZAS ARMADAS, a los “milicos”…




De San Martín a Videla, de Belgrano a Aguad, del glorioso Ejército del Norte a los grupos de tareas de la ESMA, del cruce de Los Andes al bombardeo a Plaza de Mayo, de las victorias hasta el Alto Perú a la rendición en Malvinas, los militares argentinos recorrieron un largo camino de la gloria al oprobio.
El desfile del último 9 de julio dejó esta magnífica foto de Pepe Mateo, y una colorida gama de reacciones que fue de la nostalgia de los menos al desprecio de los muchos.
Sin embargo el sueño de un pueblo orgulloso de sus fuerzas armadas, alguna vez fue realidad. 
Pero entonces llegaron los milicos.



UN EJÉRCITO LLAMADO MARTA

Foto: Pepe Mateo




Tampoco dejaremos de ser una colonia hasta que no logremos integrar pueblo y Fuerzas Armadas. Unas Fuerzas Armadas profesionales, bien entrenadas y bien equipadas, concentradas en el desarrollo y la defensa nacional. Y un pueblo orgulloso de ellas.
Las Fuerzas Armadas que forjaron San Martín y Belgrano, pero también  Savio y Mosconi. Las del Cruce de Los Andes y Fabricaciones Militares. Las que luchaban por la independencia de la patria en todos los planos de la Nación.
Esas Fuerzas Armadas que no existen hace mucho.
Una vez expulsado el español, ya desterrado San Martín, bajo una flamante independencia nominal, el prócer escolar Bernardino Rivadavia decidió que no fuéramos libres por el novedoso truco imperial del endeudamiento externo. Mientras tanto las cúpulas patricias del ejército contaminaban su espíritu con la puerilidad tilinga de la oligarquía terrateniente, anglófila, y por lo tanto cipaya. Antes de un siglo estaban a su entero servicio.
Ni la espantosa guerra contra el Paraguay, ni la confusa Conquista del Desierto mejoraron las cosas, y para 1930 probaron llevarse puesta la Constitución, voltearon a Yrigoyen, creyeron que iban bien, saludaron el pacto Roca-Ruciman, custodiaron con sus propios sables la entrega del país a lo largo de toda la Década Infame... y acabaron lógicamente bañados en mierda.
Distintos, acaso avergonzados –o ambas cosas-, surge en el propio seno de las Fuerzas Armadas un grupo de oficiales (unidos, bueno) que lentamente las rescata de sí mismas. O al menos lo intenta.
Por una breve primavera que en los hechos no dura ni diez años, las Fuerzas Armadas vuelven a servirles a la Nación y a su pueblo. Son los sueños de Savio, los días de Pistarini, Mosconi. De pronto en los hoteles de Chapadmalal veraneaban juntos obreros y militares. Dirá Perón desde el exilio: “yo sabía que eso nunca me lo iban a perdonar”.
Hartos de esos cabecitas negras que ensuciaban sus playas con sus hijos, el 16 de junio de 1955 -siempre con el apoyo del State Department-, aquellas cúpulas patricias, tilingas, aspiracionales, anglófilas, eligieron la sedición y el crimen, bombardearon a su propio pueblo, y a partir de entonces lo vigilaron, lo censuraron, lo persiguieron, lo fusilaron, lo secuestraron, lo torturaron y lo asesinaron o lo desaparecieron. También lo saquearon y lo endeudaron. Y así las Fuerzas Armadas dejaron de existir. Nacían los milicos. De mierda.
La sociedad civil aprendió a temerles, pero sobre todo a despreciarlos. Y a resistirlos.
La violencia engendra violencia, repetían los bombarderos y los fusiladores.
Condenados al eterno fracaso, antes de dos décadas aquellos tristes milicos fueron a buscar a Madrid al general que ellos mismos habían echado porque ya no sabían qué hacer con el país. Pero tanta violencia hace tanto engendrada, comenzaba a florecer.
Todos sabemos lo que pasó después.
De una vez por todas San Martín fue eclipsado por Videla, Brown por Masera, Belgrano por Camps, Güemes por Bussi. El glorioso Ejército de Los Andes quedó reducido a un cuerpo de policía del tipo Gestapo. Ya no se distinguían por sus fabricaciones militares sino por sus campos de concentración. 
Soberbios, ignorantes y malevos, una noche de copas confundieron al patrón con un amigo y se lanzaron a pelear contra la OTAN. Pero la Guerra por las Malvinas tampoco mejoró las cosas. Al contrario.
Soy testigo presencial de hasta qué punto el pueblo de pronto parecía perdonarles todo en apoyo a la campaña en las Islas. Pero otra vez mintieron, otra vez fallaron, ¡otra vez torturaron!, y por fin se rindieron y escaparon. Y al final otra vez los héroes serían del pueblo. Los soldados desconocidos y unos cuantos oficiales reconocidos. El alto mando volvería a casa con sus camperas de duvet intactas.
Pero fue entonces, diría Borges, cuando por fin se encontraron con su destino sudamericano.
Los mismos grupos de poder que tanto los habían usado y abusado, asqueados como traicionados por la aventura Malvinas, un día descubrieron la verdadera potencia de los medios de comunicación, optaron por la democracia, y los abandonaron a su suerte. Y su suerte fue poca. Desamparados, descubiertos, ni siquiera hizo falta la venganza: bastó con la justicia. De pronto eran públicos los crímenes más horrendos de aquella organización armada: los milicos. De mierda.
Los juicios comenzaron y ya nunca pararon.
Las Fuerzas Armadas pudieron encararlos como una oportunidad histórica para separar la paja del trigo y limpiarse como institución de un pasado para siempre imperdonable. Pero no. Optaron por abroquelarse en una actitud corporativa que ellos prefieren soñar “espíritu de cuerpo”, pero que en los hechos los revuelca en el fango de los mismos crímenes hediondos. Un Balza no hace verano.
Derrotados por la OTAN, abandonados por su pueblo al que tanto habían maltratado, a partir de 1983 comienzan el oprobio interminable y el deterioro sin fin.
Las dos décadas del infame Cavallo se llevaron el resto como un viento nuclear. En el Pacto de Madrid se firmó de una vez por todas la rendición en Malvinas. Por mandato norteamericano rápidamente se desmanteló el proyecto Cóndor; de los catorce establecimientos que tenía Fabricaciones Militares sólo quedaron cuatro; se privatizaron entre otras cosas los Astilleros Almirante Storni y el complejo naval TANDANOR, que terminó por fundir en 2001. Para el amanecer del nuevo siglo las Fuerzas Armadas Argentinas eran apenas un vestigio de sí mismas incapaces de enfrentar de igual a igual a la hinchada de Chicago.
Recién a partir de 2003 se reactivó FM para la producción de material ferroviario; en 2008 el Estado recuperó para sí TANDANOR; en 2009 se reabrió la Fábrica Argentina de Aviones dispuesta a producir con Brasil la aeronave de transporte KC390 con capacidad para 21 toneladas. Comparado en dólares con el presupuesto de Defensa de 2015, el de 2109 registra una caída del 41,64 por ciento.
En el marco del ajuste impuesto por Washington y su FMI, de las 88 agregadurías militares que había en las distintas embajadas por todo el mundo hasta 2017, este año sólo quedarán 30. Pero en la Casa Rosada festejan los ocho mil millones de pesos que esperan sacar vendiendo tierras militares en todo el país.
Más allá de los discursos escolares, y el menudo favor que les hace a los militares actuales la defensa oficial de los viejos genocidas, este gobierno los desprecia acaso más que ninguno desde el regreso de la democracia.
De los dos submarinos que poseía la Armada, acaban de perder uno con sus 44 tripulantes sin que al gobierno le importe en absoluto. Por el contrario, se esfuerza en ocultar las razones del desastre. No les importan los 44, pero está claro que todos los demás miembros de las tres fuerzas, tampoco.
En la extenuante historia de la desmalvinización nacional, nunca una administración fue tan lejos como la actual Alianza, entregando alegremente sus recursos naturales, ofreciendo el aeropuerto de Córdoba para que hagan escala los vuelos chilenos a Puerto Argentino, reconociendo al gobierno kelper como “autoridad legítima” de las Islas, despreciándolas como una sobra “porque tenemos un territorio inmenso”, borrándolas de los mapas oficiales, o llamándolas faklands sin ningún pudor.
Quizá la frutilla de tan apestoso pastel haya sido el año pasado, cuando la banda de la Fuerza Aérea entonó God save the Queen en la embajada británica para celebrar el cumpleaños de la reina de Inglaterra.
A cambio y como todo protagonismo, otra vez les ofrecen arrastrarlos a la doctrina de la seguridad interna, para usarlos otra vez contra el pueblo y después otra vez abandonarlos a su suerte.
O los hacen desfilar el 9 de julio, inflados por las fuerzas policiales, para exhibir lo que les queda cuando pasen bajo la ventana del embajador norteamericano.
Sin embargo en 2015 el 85 por ciento del voto militar fue para Macri, y en 2017 fue el 83 por ciento.
Será que les gusta que los llamen Marta.


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miércoles, 10 de julio de 2019

LA HERMANITA PELLONI: UNA SEMBLANZA…




La religiosa Martha Pelloni, heroína mediática de los 90, vuelve a las pantallas montada en la campaña electoral, y como para romper el hielo, y como si fuera gratis, acusa públicamente a La Campora de ser “el brazo del narcotráfico de la política de Cristina”… La acusación sin dudas y sin pruebas, cual revelación divina, es una constante en su trayectoria televisiva. Más que una costumbre.

EL HÁBITO DE LA MONJA




En los primeros días de enero de 1991 llegué a Catamarca enviado por la revista Noticias para cubrir la investigación del asesinato de María Soledad Morales. La monja Martha Pelloni era una de las estrellas mediáticas del momento.
Directora del colegio religioso al que asistía la víctima, ahora encabezaba las novedosas marchas del silencio que ya eran el hit de los noticieros, y luego rompía todos los silencios con acusaciones directas y furibundas contra el gobernador Ramón Saadi, su gestión, su ser y su familia.
Vale recordar que recién ese mismo verano Cavallo iba a parir la “convertibilidad” que le daría sustento político al gobierno de Menem, quien hasta entonces llevaba ya casi dos años sin hacer pie entre devaluaciones y corralitos. En ese convulso contexto, Ramón Saadi se disponía a pelearle el PJ en las próximas internas. Entonces apareció despedazado el cuerpo de María Soledad Morales.
El caso tenía su repercusión pero estalló a nivel nacional cuando la misma monja acusó del crimen a quienes rápido titulamos “los hijos del poder”: Guillermo Luque –hijo del diputado nacional Angel Luque, mano derecha del Ramón entonces y de don Vicente antes-, Arnoldito Saadi –sobrino de Ramón Saadi-, Diego Jalil –hijo del intendente de San Fernando del Valle- y Miguel Ángel Ferreira, hijo del jefe de la policía de la provincia. Según la monja, los cuatro iban en el auto al que subió María Soledad por última vez.
Por extraño que hoy parezca, rápido olvidamos a los otros tres que según la monja iban en el auto con Guillermo Luque. Los tres tenían coartadas, y aunque Luque también, de pronto quedó solo en el auto. Como si con él bastara para seguir adelante.
Pero el caso era un éxito. Batiría el record de la Guerra de Malvinas de permanencia en tapa de los diarios, ventas y mediciones. Yo me quedé en Catamarca hasta fines de marzo. Noticias clausuró la temporada de verano con un número especial dedicado al caso que triplicaría sus mejores tiradas. Más allá de lo publicado por aquella revista, yo me permití investigar cuanto pude sin los prejuicios de la hora. Ya capturado y encerrado Guillermo Luque, ya rumbo al linchamiento judicial, ya cumplido el mediático, nos volvimos. Poco después cayó Saadi. Pasamos a otro tema.
De la monja lo que mejor recuerdo es su obsesión con Ramón Saadi y su gobierno. Quería voltearlo, reclamaba la intervención nacional de la provincia denunciándolo por narcotraficante, más de una vez ese verano visitó la Casa Rosada, y al menos una fue recibida por el presidente Menem… El caso en sí, la investigación del crimen, parecía no interesarle. O más bien lo daba por resuelto. De hecho, no admitía ninguna otra hipótesis, aunque tampoco podía explicar por qué de pronto Guillermo Luque quedaba solo en aquel auto, ni muchas otras dudas. Ni te oía. No precisaba razones. Su verdad tenía el tono de la revelación divina. Hasta donde yo pude averiguar, la operaba directamente Eduardo Bauzá, entonces ministro del interior.
Tras sucesivos juicios que no se atenían al clamor popular, años después finalmente Guillermo Luque fue condenado a 21 años de cárcel sin que nada pudieran probarle, ni siquiera que había estado en Catamarca el fin de semana del crimen, así que tampoco nada fue esclarecido en dicho juicio: ni dónde, ni cuándo, ni cómo habían matado a María Soledad Morales, y por lo tanto, tampoco quiénes. Junto a Luis Tula –ex amante de la víctima-, el jurado sentenció a Guillermo Luque basado en el principio de “intima convicción”. Ramón Saadi ya era pasado. Cosa juzgada.
La monja Pelloni siguió almorzando con Mirtha, pero nunca más agitó la investigación, ni reclamó la verdad ni volvió a preguntar por los otros tres del auto, ni nada.
Años después me la crucé en un programa de ATC, invitados los dos a propósito del Caso, que se había reavivado no recuerdo por qué. Era un programa pedorro con espacio para tres o cuatro lugares comunes, y ningún debate. Pero al final, ya fuera del aire, en un aparte, le pregunté si ella podía explicarme, tanto tiempo después, exactamente cómo, dónde y cuándo habían matado a María Soledad Morales.
Se encogió de hombros, me acuerdo, sonrió y me dijo:
-- Eso capaz no se sabe nunca.
La hermanita Martha.

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