FOR EVER CHARLIE
Era una hermosa
mañana del febrero de 1995, y yo cruzaba San Telmo caminando, como todo los
días, de casa al trabajo, en el diario La Prensa, en Chile y Azopardo. Como
parte del recorrido, elegía cruzar la plaza Dorrego, me gustaban sus mesitas al
sol y las fachadas de sus casas del primer Buenos Aires.
Los bares ya
habían desplegado sus mesas sobre la plaza, pero todavía no había nadie, o casi
nadie… tal vez por eso esplendía como una rareza un tipo sentado ahí, tomando
un café, con su evidente esposa y todo el aspecto de un caballero británico: su
flemática postura, cruzado de piernas, el torso recto, el cuello erguido, la
mirada calma, el pelo corto, blanco y bien peinado, y sobre todo, su traje, un
impecable traje beige, con chaleco, la camisa celeste y la corbata turquesa.
Llamaba tanto la atención, que tardé unos segundos en descubrir que era él, y
otros tantos segundos para poder creerlo. Fulminado por la visión, allí me detuve
para mirarlo bien, para terminar de creerlo.
Por entonces yo era editor de espectáculos de La Prensa, y una semana antes,
como tal, había cubierto en el Maracaná la última
presentación de los Stones en Brasil antes de su primera vez en la Argentina.
Hasta Menem los esperaba para el autógrafo. El hotel Hyatt tuvo que ser vallado
para contener las multitudes, y cualquier intento de entrevista con alguno de
ellos, daba directo en el fracaso.
Y de pronto allí tenía
yo a uno de ellos, sentado, tranquilo, haciendo nada, servido… Pero yo seguía parado ahí, fulminado por la
visión.
No sé si volví a
ver entonces la vidriera de la disquería de mi adolescencia en la calle Acoyte
cuando por fin apareció la tapa de Sticky Fingers con aquél cierre relámpago real;
seguro no pude recuperar la lejanísima vez que un amigo me los descubrió con un
simple que de un lado tenía Brown Sugar, y del otro Damas de Honky Town; ni
cuando empezamos a delinearnos los ojos como Jagger para ir a bailar a Ramos
Mejía; ni de dónde recordaba tan claramente la imagen de Brian Jones flotando
en su piscina; ni los largos e infructuosos esfuerzos por aprender con una
guitarra criolla los acordes de Wild Horses, ni el entusiasmo que nos agarraba con cada álbum nuevo, Sus Majestades Satánicas, Banquete de pordioseros, Es
sólo rocanrol, Algunas chicas, Tatuados… a lo mejor yo pensé todas esas cosas o
ninguna, pero seguía parado ahí, a unos diez, quince metros de él, encandilado…
fulminado.
Entonces me miró.
Él a mí.
Charlie Watts me
miraba.
No pensé más
nada, levanté el puño derecho, casi amenazante, manoteé un par de palabras en inglés,
y de pronto me escucho gritar.
-- ¡Great,
Charlie!... ¡For ever!...
Como un lord
inglés, Charlie sonrió y apenas inclinó la cabeza, pero levantó su pocillo de
café. Como brindando a mi salud.
Tuve el impulso
de acercarme, decirle quién era y pedirle una nota. Pero me contuve, hubiera
ensuciado comercialmente aquel instante de pura amistad, fugaz pero sentida, del
todo desinteresada.
Me incliné como
un japonés, y seguí para el diario.
Charlie se quedó
tranquilo, con su señora y su café, y yo todavía lo recuerdo brindando a mi
salud.
For ever.
* * *
Precioso.
ResponderEliminarPrecioso.
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