Asumida
aún antes de las PASO la derrota en las presidenciales de octubre, el mentado
círculo rojo -desechados por las urnas sus productos políticos, y ya reducido
ideológicamente a los últimos alaridos de Mirtha Legrand-, perdido por perdido ahora
apela al caos.
La nueva
estrategia es simple: las victorias se festejan, las derrotas se niegan. El
resto es fuego de verdad y pirotécnica mediática, lamentos, fotos falsas y
mentiras, todo sirve. Menos la democracia.
EL
RUIDO, LAS NUECES Y LA FURIA
Cuando
vieron la esforzada victoria sufrida por Mauricio Macri en su propia cancha, el
círculo rojo (simpática expresión para englobar latifundios, monopolios,
Sociedad Rural, banca extranjera, fondos buitre, exrepresores y asociados, y
la infaltable Embajada), comprendió que ya no había nada que esperar. No al
menos por la vía de las urnas, tan esquivas siempre al suicidio colectivo.
Entonces
el fuego.
Una vez
más.
El
caos.
Patear
la mesa, y que den de vuelta.
No tienen
cómo si no.
Es
historia. En el 30, en el 55, en el 76… la destrucción, el incendio, la furia.
Desde
la fundación de la patria dicho círculo rojo ha probado más de una vez vivir
fantásticamente sin democracia. No la combatieron antes, porque desde su
retorno supieron encausarla, dominarla, manejarla, teledirigirla, neutralizarla.
Usarla.
Descorazonados
por la política –siempre tan proclive a las mayorías-, hartos de los militares
–locos de mierda capaces de enfrentarse con el mismísimo Occidente-, armaron
algo mejor que un partido, vetusto aparato encorsetado en principios, doctrinas,
y otras limitaciones prácticas. Armaron, se armaron, mejor, de un conglomerado
de medios absoluto. Suficiente. Hicieron fácil.
En
dictadura se asociaron con los fierros, pero en democracia, cuando la opinión
pública define, los medios son los fierros, y los medios eran de ellos. La propia
dictadura les cedió todo el papel de todo el país. Y cuando los viejos políticos
de la vieja Argentina salieron de su frizer, el círculo rojo, dueño del papel,
y por lo tanto de los medios, ya estaba ahí. Armado hasta los dientes con los
fierros de la hora.
Habían
sobrevivido al genocidio intactos. Mejor, peor: lo habían acompañado,
secundado, encubierto, justificado, cuando no celebrado. Así habían crecido, y
tanto, que para entonces ya eran mucho más que medios: eran fines. Negocios
continentales, mundiales, financieros, grandes bancos, Goldman Sachs, Barton
Group, islas Caiman, JP Morgan, y otros piratas del Caribe. Mucho dinero eran
ahora, mucho poder. Mucho más que papel, noticias y bailantas.
No: ni
Magnetto ni Clarín-La Nazión son El Enemigo, el enemigo es mucho más ancho y
alto, pero son, sí, su brazo armado: son los medios de comunicación. Lo que la
gente sabe de lo que pasa. No cubren la actualidad: fabrican la realidad.
El
final de las ideologías después de todo ha llegado. En Estados Unidos, en
Venezuela, en Grecia, en Brasil y en la Argentina, en ninguna parte hay un
enfrentamiento ideológico. Qué va. Con los muchos siglos la gran cuestión, el conflicto
insoluble, se ha refinado, precisado, descarado: se trata ya de un
enfrentamiento entre la ideología y la nada, la no-ideología, la no-doctrina,
la no-teoría, más claro aún: lo no-positivo. En el absurdo de esa incongruencia
está todo lo que hay del otro lado en términos ideológicos: nada.
Con
nostalgia, no sin romanticismo, hay quienes sueñan que enfrentan aún una
especie de monstruo neoliberal o liberal, conservador o fascista cuyos
principios esquemáticos surgen de convicciones profundamente organizadas,
aviesas, cuestionables, pero tangibles. De alguna forma discutibles.
Fantasías.
Enfrente
no hay nada.
Hay el
dinero y sus zombis. Una fuerza inasible, direccionada, colectiva, sí, pero mancomunada
por la codicia, por el egoísmo, por la indiferencia, y por lo tanto compuesta
de individuos igualmente dispuestos a comerse entre sí. O sea: no hay equipo,
no hay adversario.
El monstruo, si se quiere, es el Mal y nos habita. Luego se manifiesta. Viene por nosotros, pero surge de nosotros. Algunos de nosotros conseguimos dominarlo… otros sucumbimos.
El monstruo, si se quiere, es el Mal y nos habita. Luego se manifiesta. Viene por nosotros, pero surge de nosotros. Algunos de nosotros conseguimos dominarlo… otros sucumbimos.
Macri,
Carrió, Massa, Sanz, la Bullrich, van y vienen de un discurso al otro, de un
eslogan al siguiente, de un rejunte a una traición y otra vez al rejunte; les
da lo mismo la quema de urnas, que la represión o el abuso de la cadena
nacional, Chano, Tevez, o Xipolitakis, las mentiras de Clarín, una foto
trucada, otra vieja, cualquier cosa sirve cuando sólo hay vacío... Pero el
resultado de todo eso fue Santa Fé, La Rioja, Salta, y un rosario de derrotas
que estalló en Tucumán.
No
tienen votos porque la gente no los acompaña, y allí la gente se convierte en el
problema. El gran obstáculo entre el poder y ellos. La democracia. Tal el palo
en la rueda. Otra vez sopa.
Y es que
de pronto algo falló. Sus poderosos medios -otrora tan eficaces a la hora de
imponer candidatos, plastificando con sus ediciones cualquier fantoche flexible-,
ya no funcionan como antes. Despreciaron la credibilidad, y la perdieron. Ignoraron
la fábula del pastorcito y el lobo, y el lobo se los comió. Ahora la
desesperación desespera.
Nerviosos,
cada vez más nerviosos, sus voceros –periodistas, panelistas, conductores,
habladores en general- se preguntan con la voz cada día más aguda por qué la
gente “todavía los vota”.
Entonces
recitan índices de pobreza que eran dos veces más altos en los días de Punta
Cana, cuando todo les chupaba un huevo; y ahí nomás disparan sin vergüenzas las
más feroces explicaciones: el clientelismo, los punteros que amenazan, la falta
de educación; feroces todas porque parten todas de la misma hipótesis: la gente
es idiota. Ignorante, en el mejor de los casos. Bruta, bah…
Conclusión
final, fatal: quizá la democracia no sirva.
De
momento se cuestiona el procedimiento, que si la lista sábana, que si el voto
electrónico… pero apuntan al sistema, está claro. Tan claro está que hablan del
procedimiento pero dicen “sistema”. Los estorba eso. La gente, que no los
quiere, y entonces, claro, ellos tampoco la quieren ya. No respondió como se
esperaba, y bueno: ahora no sirve, la gente. La democracia.
Otra
vez en octubre los esperan las urnas como un muro infranqueable. Las pocas
veces que lo atravesaron, fue así: destruyéndolo. Rompiéndolo, socavando sus
cimientos, llevándoselo puesto.
Volteándolo.
Bajo
sus escombros, siempre, quedamos nosotros.
* * *
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