Se puede escribir sobre la tristeza, incluso con tristeza, pero no cuando la tristeza te saca las ganas de escribir. Pasan los días y su ausencia se instala definitiva, inadmisible pero cierta. Diego Maradona ha muerto, y por lo tanto, ya nunca morirá. El Martiyo lo saluda.
UN MUNDO SIN MARADONA
“Yo ya viví”.
Diego A. Maradona
Sus ojos se cerraron y el mundo se detuvo.
Las multitudes de toda la tierra, los desheredados y los jefes de estado, los
pueblos y sus naciones suspendieron su día y se olvidaron de la pandemia y
salieron a llorarlo, a despedirlo. Las rotativas de todos los diarios y todas
las revistas, se pararon; se interrumpieron las transmisiones de todos los
canales y todas las radios del mundo. Los estadios vacíos de todo el planeta,
se llenaron de un silencio distinto, absoluto. Un duelo global, sin
precedentes, como la peste, ennegreció de luto las redes sociales, las calles y
las paredes de Quito a Pekín, de Londres a Damasco, de Fiorito a Montmartre. Había
muerto un dios.
Nada más natural que la muerte, y sin
embargo nada igual había sucedido nunca. Jamás antes una muerte había conmovido
a la gran humanidad. Ni un hombre, ni mucho menos un futbolista. Había muerto una
creencia, una fe, otra ilusión de eternidad. Murió lo que nunca iba a morir y
que sin embargo murió. Lo inconcebible había sucedido.
Las palabras no servían más. Nada bastaba
para decir el dolor, el estupor. Periodistas y comentaristas, artistas,
políticos, todos, nadie decía nada. Balbuceaban entre frases hechas y adjetivos
inútiles la tremenda tristeza de perder un solo hombre que había sido tantos, todas
esas multitudes que pasan los días y lo siguen llorando mientras su ausencia se
establece lenta pero definitiva, inadmisible y cierta. Parafraseando a Bioy con
Borges, ahora habrá que pensar, y vivir, un mundo sin Maradona.
Pero en ese mundo, Maradona ya es inmortal,
ya nunca morirá. Los hombres como él no mueren nunca, un día se diluyen en su
pueblo y son para siempre. Y su pueblo fue el mundo, la buena gente de todo el
mundo, la que supo perdonarle sus miserias porque nunca les mintió, porque los hizo
felices, la que sufrió sin resentimientos la fortuna del anonimato, la que
comprendió su vida sin paz entre la pobreza y la gloria, la que se alegró con él, por él, la que sintió propias
sus victorias, y sus derrotas, la que nunca lo vio del lado de los poderosos,
de los opresores, de los traidores… esa gente le dará vida toda la vida.
Diego, el hombre, Diego el tangible, se
murió. Capaz de cualquier hazaña, por qué no pensar que se murió simplemente
porque se le dio la gana, porque no quería más, cansado de una vida que ya no
le gustaba, que nunca más iba a darle lo que tanto le había dado, solo o mal acompañado,
inválido, enfermo, harto, “yo ya viví”, dijo y se fue, como se fue siempre, de
cualquier lado, cuando se le dio la gana… ¿Por qué no?.
Pasan los días y el mundo vuelve a andar. Despacio, dolorido como aturdido, sin olvido, con pena. Los medios, entusiasmados con las ventas y las mediciones, no sueltan el hueso y revuelven su tumba. Un ejército de abogados se dispone a la batalla de sus sucesores y sus bienes. El circo no se va. Habladores a sueldo, médicos de pronto, jueces de siempre, buscan culpables y los encuentran de a montón. Pero todo eso también pasará, se acallarán sus gritos, se perderán sus nombres, serán olvido. Todo pasará. Diego, en cambio, no.
Nunca.
* * *
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