Antes de irnos y al volver reclamamos y prometimos auténticas noticias, y aquì ya sin más inauguramos esta sección titulada tan luego N.A.: Noticias Auténticas; hartos de las comidillas fugaces con que gastan su tinta en títulos catástrofes los cadáveres de los diarios que desde que Marco Polo trajo el papel moneda y el espagueti, ya no sorprenden con nada.
Noticias son estas::
Editores de la antigüedad. |
Como una guillotina que cayó del cielo, el libro digital, acaba, así nomás, con siglos de sumisión, esclavitud y exterminio.
Parece a simple vista una exageración, pero no lo es en absoluto para el escritor avezado que ya conoce el frente, y la crudeza de sus batallas.
Allá lejos y hace tiempo, los escritores se valieron para subsistir de los mecenas, nobles a los que adulaban con refinamiento mientras justificaban públicamente la más espantosa de sus patrañas. La alcahuetería llegó a ser un género. Ni Garcilaso, ni Cervantes ni Quevedo salieron ilesos. Geniales chupaculos todos.
Pero un día un tal Guttemberg inventó la imprenta y le descubrió al hombre las posibilidades comerciales de la palabra; y aquellos nobles mecenas, a la vez, descubrieron así que mejor que darle dinero a los autores, era sacárselo.
Sin perder más un minuto ni un peso, ahí nomás de mecenas pasaron a editores, llamaron a sus viejas dádivas anticipos, pusieron a sus muchachos a producir en serie en serio, y asi los vencieron. Era la revolución industrial, y la ganaban ellos, los editores.
El negocio fue tan bien –para ellos, claro-, que al pasar de los siglos y los autores, no hicieron sino crecer, y entre fusiones y grandes grupos, un día tres o cuatro consorcios -en los hechos no más de quince o veinte tipos sin tiempo para leer jamás un pomo- llegaron a dominar, por ejemplo, todo el negocio editorial de la lengua castellana, que es, en buena medida, dominar en sí toda la lengua castellana.
No más de quince, veinte tipos.
Veinte superejecutivos de megaeditoriales -cuyos escritores jamás les ven las caras, así como ellos nunca ven sus libros-, que desde los atalayas inaccesibles de sus altos despachos en las casas centrales del pulpo que manejan, miran apenas las ventas promedio del autor en otras plazas o anteriores títulos; consideran la publicidad propia que puede traer consigo (quizá el infeliz trabaja en la radio, ¡o en la tele!); evalúan tal vez alguna que otra conveniencia política (¡quizá es capo de la Afip, o hermano del secretario de cultura!), y al cabo el texto, el contenido, la sustancia de la cosa, les chupa un huevo.
De esta forma y no de otra (más de treinta años en el negocio y más de veinte libros publicados -con seudónimo y no- me permiten afirmarlo así de rápido); de esa forma y no de otra, digo, se decide desde hace décadas qué se publica, qué se rechaza, en qué se invierte, y qué apenas se escupe sobre el océano de las librerías y que Dios lo ampare…
Habladores incapaces de escribir un párrafo que valga la pena, ni detectar tampoco un éxito a no ser cuando sucede, digitaron así, durante siglos, lo que íbamos a leer, o no.
Hombrecitos apurados entre dos reuniones olvidables, retrasaron Harry Potter por un par de generaciones, nos negaron a Bukowski durante décadas, pusieron en riesgo la irrupción de Cien años de soledad en la Argentina , empujaron al suicido a John Kennedy Toole, bebieron la sangre de ya incontables poetas y narradores, y lo que es peor, nunca sabremos cuántos más y mejores autores y libros seguimos sin conocer porque a estos veinte tipos que no leen nada, dicho libros no les gustan, no los entienden, o nada más no les convienen…
Así los escritores, y los lectores, quedaron cautivos de los editores, cuyo poder alcanzó un mediodía tal, que por un instante se lo creyó eterno.
Pero no lo fue, No.
Un día cualquiera, sin demasiados anuncios, amaneció la era digital como una guillotina que cayó del cielo.
Las librerías virtuales primero, el libro electrónico después, y las plataformas de auto publicación, más los variados soportes de lectura que se inventan todos los días, eliminaron de un saque la necesidad de los antiguos editores, sus medievales imprentas, y sus carísimos distribuidores.
A poco de nacer el libro electrónico ya supera en ventas al otro; a su vez resulta que el lector de libros electrónico lee hasta tres y cuatro veces más libros que el otro, y más y más librerías de las grandes cadenas bajan sus persianas; mientras más y más autores superan cada día los cientos de miles de ejemplares vendidos, algunos pasan el millón, y ninguno de ellos sufrió jamás un editor …
Y así fue como un día de golpe todos los escritores del mundo fueron libres.
Libres del todo,
De todo.
De todo.
Ya no debían resignarse al diez por ciento del precio de tapa de su trabajo, ahora pueden aspirar al 70 y al 80...
Ya no debían preguntarle al editor cuántos libros se habían vendido, ahora él mimo puede controlar sus ventas personalmente.
Ya no debía someterse a los tiempos sin tiempo de los editores: ahora publica cuando se le da la gana.
¡Ahora eran libres!
Y claro: hoy que ya no hacen falta las imprentas y los distribuidores de los editores de la antigüedad, ellos tampoco hacen falta ya... Era de eperar: todo chancho que camina...
Hoy el que quiere publicar, publica, no precisa papel, ya no jode ni a los árboles, y en minutos apenas su libro está en todas las librerías del mundo, y más barato que un vino barato, porque fueron eliminados por fin todos los parásitos que hasta hoy se llevaban el noventa por ciento del trabajo del escritor, y del dinero del lector.
Cuando pedimos noticias, hablamos de esto. De la papa que se llevó Colón, del espagueti que nos trajo Marco Polo, no de la renuncia de un funcionario o las vicisitudes administrativas de toda la vida.
Noticias son estas, grandes titulares, letras blancas sobre fondo rojo:
“AL CABO DE SIGLOS DE SUMISIÓN, ESCLAVITUD Y EXTERMINIO,
TODOS LOS ESCRITORES DEL MUNDO SON LIBRES POR FIN”
(editores se suicidarían en masa durante los festejos)
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