Cuando
la fiesta de la oposición alcanzaba su clímax, el juez Daniel Rafecas les cortó
la música de golpe: Cristina no era la asesina de Nisman, ni tampoco su gobierno
es una célula de Al Qaeda. Un golpe durísimo para los medios del miedo, que por
24 horas tartamudearon su desconcierto sin conseguir siquiera explicar de qué
color era un vestido azul.
Por
suerte siempre está Boudou para salvarlos.
AMADO
AMADO
La
resolución del juez Daniel Rafecas ante la denuncia contra la presidenta
elaborada por el fiscal Alberto Nisman, -aunque presentada finalmente por su
colega Gerardo Pollicitas (con la misma fe con que se juega al 37 en la
ruleta)-, cayó como un corte de luz en pleno festejo.
La
oposición -con sus periodistas al frente, y sus políticos detrás-, llevaba ya más
de un mes pregonando sin decirlo la culpabilidad del gobierno en la muerte de
Nisman. Palabras más, palabras menos, Cristina lo había asesinado.
Los
móviles estaban a la vista –la verdad no, la verdad todo lo contrario, pero a
la oposición qué le importa la verdad-: Nisman había descubierto la pertenencia
de Cristina, y de su canciller, al terrorismo islámico. Palabras más, palabras
menos. Así las cosas, sencillamente, según los panelistas de la oposición -cuyos políticos
repiten obedientes-no quedaba otra, claro, que matarlo. Berni
borraría las huellas, y Aníbal Fernández enterraría el cadáver con la ayuda de Capitanich
y Kicillof, como hacían Ray Lliota y De Niro en Buenos muchachos. Todo cerraba. La
fiesta comenzó.
Una
marcha contra el gobierno, marcó su apogeo el miércoles 18. Aunque bajo la
lluvia y sin propuestas –porque propuestas no hay-, un grupo de fiscales –confiados en su anonimato, y de la mano de Magnetto-, la convocó y la encabezaba. Y allí los
políticos de la oposición –siempre atrás, siempre escondidos-, tocaron el cielo
con las manos, por un instante propia la multitud ajena. (Ver El silencio de las cacerolas).
Horas
de gloria, cómo no.
Ya no
hacía falta más nada, Nisman lo era todo.
Su inmolación,
su valiente muerte en manos de un gobierno ya por completo desbocado,
acorralado, desesperado al punto tal de salir a asesinar fiscales… Fiscales que
por fin se levantaban, levantando así la última esperanza de acabar con esta
dictadura, de encontrar algo mejor que Macri, Massa, Carrió, Binner, y los
inútiles de siempre…
¡Por
fin el Poder Judicial llegaba sobre la hora como la caballería para salvar al
gran pueblo argentino que tiene Pinamar lleno de negros!… ¡Por fin la Justicia sería justicia!…
Otra que la consagración de la primavera.
No
podía pedirse más.
Cristina
sería fusilada.
Y no.
De repente
no, simplemente no.
De repente
Rafecas va y les corta la luz, y se acaba la música, el dancing se detiene, y
todo es silencio, desconcierto... Pasmo… ¡¿Pero qué mierda pasa aquí?!...
Por más
de 24 horas los medios del miedo farfullaron palabras más, palabras menos, pero
palabras apenas. Ya no completaban una frase, ni hablar de un pensamiento, el
tartamudeo se hacía moda: la
Justicia de la que esperaban tanto, de pronto les escupía la
cara… ¿Pero entonces para qué fuimos a la marcha, eh?... Y Cristina, entonces…
¿no sería fusilada?...
Decepción,
dolor, espanto.
La
resolución de Rafecas no sólo reduce la denuncia de Nisman a un esfuerzo impropio
de un estudiante, sino que para colmo destaca la acción del gobierno en la
causa AMIA, y recuerda que Nisman, encima, decía lo mismo.
Pero
Nisman ya no importa, Nisman ya no sirve. No lo mató Cristina, y esto lo vuelve
inútil. Como un barco de piedra, su caso ya empezó a hundirse hacia el fondo del
olvido de las páginas interiores de los medios que, apenas ayer, se rasgaban
las vestiduras con sólo mencionarlo.
Con los
reflejos de un mueble –o de un contendiente muy golpeado-, Clarín y sus ecos incontables
demoraron más de 24 horas en reaccionar y contragolpear… Pero de su galera exhausta
ya no pudieron sacar otra cosa, otra vez, que el viejo truco de Ciccone y Boudou.
Porque ahí
sí, ojo, ahí un día, la oposición –y no sólo sus periodistas, sus políticos también-
promete, por fin, acertar una. Un día. Seguro. (Bueno, casi seguro)…
Mientras
tanto por qué no preguntarse -como Julio Cobos entre otros-, si ese vestido que
vemos es azul y negro, o dorado y blanco… o verde podrido, como quedaron todos...
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