El animador televisivo Gustavo Sylvestre es
todo un fenómeno de tenacidad y superación. Se hace difícil encontrar otro
ejemplo de alguien tan exitoso con tan pocas condiciones para serlo. Sin formación
ni lucidez, sin calle y sin gracia, alcanzó a convertirse en un referente
periodístico para vastos sectores del público progre-peronista. Sin embargo, es
a Héctor Magnetto y su Mauricio Macri a quienes debe su buena suerte.
LA MARCA DE LA DERROTA
Así como los fabricantes de salvavidas se fundirían
sin los naufragios, o los bomberos no serían sin los incendios; así también el
animador televisivo Gustavo Sylvestre le debe su buena suerte al desastre
macrista que tanto critica. Paradojas de la vida.
Mientras enceguecido por la furia, Héctor Magnetto
le regalaba a C5N y Página 12 todo el público pogre-peronista; apenas asumido
Macri, aniquilaban a 678 de la TV Pública, echaban a Víctor Hugo Morales de
Radio Continental, a Roberto Navarro de C5N, y por fin a Horacio Verbitsky de
Página 12, sin contar el exterminio ejecutado en Télam, la violenta irrupción en
la redacción de Tiempo Argentino, y tantos otros casos de censura brutal. Despejado
-devastado- así el panorama mediático, de sus vestigios surgía Gustavo
Sylvestre como el único, el gran referente periodístico opositor, y hasta llegó
a dominar el horario central de la televisión. Diría Ungaretti: “tú no creces,
te empinan las circunstancias”.
Se lo considera -y se autopercibe-
periodista, cuando en realidad su trabajo se reduce a conducir-por no decir animar-un
programa periodístico. Pero el periodismo es otra cosa. Es, ante todo, investigación,
y no se puede mencionar ninguna suya a lo largo de su extensa trayectoria. De
hecho, su programa se nutre de los buenos trabajos de sus buenos columnistas -Irina
Hauser, Pedro Brieguer, David Cufré, Juan Amorín-, quienes sí investigan, pero
que, por lo general, difunden sus investigaciones, primero, en sus respectivos
medios. Sylvestre las presenta de segunda mano.
Por lo demás, no pasó por la gran escuela
de la gráfica -se inició en radio, y de allí pasó a la tele-; y aunque dice ser
egresado de una escuela de locución -o sobre todo por eso- sorprenden sus
severos problemas de dicción, las eses que se traga como si fueran garrapiñada,
las dificultades de pronunciación -sus Acsel Quichilós, sus jastags, sus Kirgsners-,
su escaso vocabulario hecho de 70 vocablos y ninguna flor; sus latiguillos añejos,
sus infructuosos esfuerzos por expresarse; sus tremendas dificultades para leer
un párrafo sin tropezarse en cada signo de puntuación; su incapacidad para leer
sin ayuda una cantidad de más de nueve cifras…
Tampoco destaca como entrevistador, imposibilitado
de repreguntar porque simplemente no escucha a su entrevistado, pisándolo en
cada respuesta, como hace también con cada intervención de sus columnistas. Nunca
nadie, tan poco dotado para el periodismo, alcanzó tanto prestigio como tal.
Su programa va en vivo, pero eso no le
importa. Con burocrático rigor, afuera puede incendiarse el país que él seguirá
con la pauta que le prepararon seis horas antes. Cuando el futbolista Diego
Luciani pidió la condena para CFK, mientras la militancia se lanzaba a las
calles con espontaneidad diecisieteoctubresca, y se enfrentaba la
policía de Larreta, Sylvestre ignoraba su móvil para escuchar al doctor Carlos Beraldi
decir las mismas cosas que dice desde hace años. Falta de reflejos, pero
también de imaginación.
Sin calle y sin gracia personal, grita su
programa como si tampoco tuviera micrófono, y con el tono propio de un animador
de carnavales, pretende “clarificar la realidad” mientras se enreda en sus confusos monólogos entre frases inconclusas y conceptos abortados por su propia ansiedad.
Pero acaso su lado más gracioso está en su interpretación de los hechos, casi siempre
viciada por su falta de formación, y de lucidez.
Insiste hasta la carcajada con elogios a
Raúl Alfonsín, como si no quedaran sobrevivientes de su espantoso gobierno; y aún
hoy se refiere a la UCR con el lugar común del “partido centenario”, como si
eso supusiera en sí mismo un elogio, y como si nadie tampoco supiera de las Juntas
Consultivas que dieron sustento político a la Fusiladora, ni de los Comandos
Civiles que limpiaron los sindicatos a sangre y fuego; ni de Miguel Ángel Zabala
Ortíz, cerebro entonces del bombardeo a la Plaza de Mayo, y luego canciller del
“honestísimo” Arturo Illía, quien tan democrático era, que mantuvo proscripto
al peronismo. Como el bobo que insiste en clavarse el helado en la frente, ninguna
realidad enturbia sus ilusiones.
Hasta su instante final defendió al
extinto Martín Guzman y su entrega al FMI, y cuando todo voló por el aire, sin
mudar el tono, se largó a inventariar las muchísimas virtudes de Silvina
Batakis, para arrojarse inmediatamente en los brazos de Sergio Massa con la
misma certeza, y siempre a los gritos.
Consumado el (des)arreglo con el FMI, su cándido
albertismo lo llevó a atacar a Máximo Kirchner ni bien éste se eyectó de la
presidencia del bloque, y ahí nomás entró a pegarle a La Cámpora, y por lo
tanto, de atrás, a Cristina. Eran los días cuando en su programa no faltaba el
payaso Aníbal hablando de “portación de apellido” y de “qué diría su padre”, y…
y después fue Guzmán el que se cagó en su Alberto, y entonces Sylvestre guardó su
espantasuegras ya nos imaginamos dónde.
Ante la reciente y brutal injerencia en
los asuntos internos de la Argentina por parte del embajador norteamericano Marc
Stanley -exigiendo la urgencia de una coalición política (de la derecha, claro)-,
el animado animador no dudó en entender en cambio un amable consejo para la unión
de los argentinos. Qué risa.
Pero si hasta se autopercibe “elegante”
porque se viste como un viejo maniquí de Modart, mientras desbarata cualquier buen intento con su infaltable lapicera de inspector municipal expuesta en el
bolsillo superior del saco. Basta mirarlo como se mira a Los Simpson para descubrir
la delicadeza de su comicidad.
La derrota del peronismo en las
presidenciales de 2015 fue tan pavorosa, que su onda expansiva todavía nos barre.
El endeudamiento impagable que nos someterá por diez o más generaciones,
multiplicando la pobreza, la inequidad y la entrega; la fuga de divisas que
alcanzó su récord histórico; la desactivación de la Ley de Medios
Audiovisuales, asegurándole a Magnetto & Co. un largo reinado fatal; la transformación
de la Corte Suprema en un estudio de abogados al servicio de un puñado de
empresas; el vaciamiento del periodismo hasta la agonía de su mediocridad…
Muchos fueron -son- los daños, y, botón de muestra, Gustavo Sylvestre es una de
las marcas de esa derrota.
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