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viernes, 10 de junio de 2011

LOS CHISTES DE BORGES... las risas circulares...

Los chistes de Borges


Cuando le preguntan a María Kodama qué es lo que más extraña de Borges, ella no duda en responder: “su sentido del humor”. Uno de los hombres más divertidos de la historia del hombre, sin embargo, decidió pasearse por su siglo disfrazado de viejo aburrido, sin romances rimbombantes ni escándalos de vodeville, con su traje siempre gris, su bastón y su ceguera, su hablar lerdo y trabado, y su genio camuflado de sabio que no sabe. No es arbitrario pensar que esa sola caracterización, única y total, fuera su más secreta y grande broma.

 
Esencia de la naturaleza de su espíritu, el humor en Borges simplemente se manifestaba. No se hacía el gracioso, porque lo era. Repentista brillante, irónico temible, la broma, el chiste, en él, no era, por ello, un artificio, fluía, y así en la charla -en sus reportajes, en sus conferencias-, como en su obra, considerada muchas veces aburrida, cuando no fatua o solemne, pero siempre por aquellos que aún no la abordaron.
También por ello(s) El Martiyo se permite incorporar, a Los chistes de Borges, algunos pasajes de su trabajo literario, ya fuera en cuentos, ensayos, notas, verso o prosa. La gracia de Borges es parte del aire de su maravilla.
Hay en su libro de cuentos El Aleph –cuento al que también ya recurriremos porque está lleno de sus chistes-, otro, titulado El Zahir, del que extraemos este fragmento.

"El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables".

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