Entusiasmo
y alegría, cómo no, por la inminente sanción de la ley que creará el Instituto Nacional
del Libro, cuyo objetivo es no sólo recuperar sino tambien fomentar la lectura,
reactivar la industria editorial, y facilitar el comercio en todo el país. Alentador
panorama para el libro.
La
suerte del escritor, en cambio, te la debo.
El hombre que está solo y escribe
Cualquier
cosa a favor del libro tendrá siempre nuestro apoyo, por caso la inminente
aprobación de la ley que creará el Instituto Nacional del Libro. Por lo mismo
saludamos a sus creadores, gestores, impulsores, difusores, y demás deudos. Bravo
por todos. Pero es también una buena ocasión para recordar que debajo de las
leyes está la gente, y detrás de los libros, los escritores, cuya humana
existencia el saludable proyecto ignora por completo.
Por
ello también saludamos el reclamo formal de la Unión de Escritoras y Escritores
que advirtió en la aplaudida ley la ausencia total de la problemática laboral del
escritor, a quien apenas se lo menciona como sujeto lateral, beneficiario último de un eventual, futuro, posible, incierto “derrame”.
El
bienvenido proyecto nada dice de alentar o mejor financiar, sustentar o cuando
menos proteger al escritor argentino que sigue sin cobrar sus derechos,
que ya ni anticipos recibe, que jamás podrá controlar la
veracidad de las liquidaciones que le hacen, que no encuentra ninguna
institución que proteja sus derechos -mucho menos si publica en el exterior o es traducido-, mientras ve cómo todos los días sus obras son pirateadas en la web con
total impunidad. De eso, la ley, ni mú.
En el
año 2009 la Legislatura porteña aprobó la Ley 3014/09, conocida como Ley de
Reconocimiento a la Actividad Literaria y que, con toda justicia -aunque más no
fuera para el ámbito de la CABA-, disponía un beneficio mensual y vitalicio
para todos los autores mayores de 60 años que cumplieran algunos requisitos, por
otro lado muy sensatos. La ley fue aprobada con la previsible oposición del
bloque del Pro, y hace ya por lo menos dos años que no se cumple como parte del
ajuste, de la desidia oficial, y/o de la discrecionalidad con que se maneja. Pero
de eso tampoco se habla.
Mientras
tanto la mayoría de los escritores argentinos sobreviven como pueden. Mal. En
agonía la industria periodística –uno de los grandes rebusques del escritor-, se
reduce su campo de acción y queda a merced de colaboraciones aisladas,
inestables, insuficientes, marginales, o de cualquier otra changa y oficio, las
más de las veces en negro, siempre a la intemperie social, en síntesis:
abandonado a su suerte según pasan los años.
Y salvamos
El Libro, pero su libro no vale nada.
Desde
hace años las editoriales argentinas impusieron con fuerza de ley un hecho
hasta no hace tanto inconcebible: no se pagan anticipos. Tu libro no vale nada.
Sí, bueno, en el muy mejor de los casos el 8 o 10% del precio de venta al público,
aunque nadie pueda explicarte cómo harás para cobrarlo, ni mucho menos para controlarlo.
Anticipo no hay más.
El
escritor, así, entrega su trabajo de meses y acaso años, su lucro cesante mientras
tanto, las horas y los días consumidos en alimento y energía, y todo a cambio
de nada. De una promesa. De un albur. Siempre y cuando, claro, el editor esté más
o menos a mano para controlarlo cuerpo a cuerpo. Ya si vive en otro país, mejor olvidarlo todo.
No existe
Institución, Cámara, Asociación, ONG, Estado ni sociedad de fomento que en tal
caso lo defienda, le acerque un abogado, alguien que lo guíe. No hay tiniebla
legal más densa que la de los derechos internacionales del autor. Mejor
olvidarlo. En tal sentido, en tal situación, desde el punto de vista laboral, todo
su trabajo fue sencillamente al pedo.
Sin
embargo no hay nada personal. No es él ni su obra las que ya no valen nada. Más
allá del libro urgente, la biografía de algún famoso, las oportunas “investigaciones”
coyunturales esponsoreadas por la política, o las confesiones de algún
chimentero televisivo; Borges, Arlt, Bioy, Cortazar, la gloria universal de la
escritura artística argentina es lo que ya no vale nada, la más miserable de
las apuestas.
“No
hacemos publicidad porque la narrativa no se vende”, repiten como un mantra los
gerentes editoriales argentinos sin considerar jamás la posibilidad de que “la
narrativa no se venda porque no hacemos publicidad”. Que ni aún hoy la Coca
Cola se permite esa osadía. Ni la droga se vende sin publicidad, para eso está
la prohibición.
Pero es
que el negocio de la industria ya no es la literatura, es otro. No venden narrativa, ficción. Venden autoayuda,
manuales, o la novela de una actríz o un cantante que de pronto se anima a
todo, y sin falta, claro, la novedad importada que les impone su casa matriz. Eso
venden, ese libro defienden. La literatura argentina, lo que ellos mismos llaman con mayúsculas
La Literatura Argentina, les importa nada. Un par de narradores locales más o menos
ilustran el catálogo y no dejan de ser un lance gratis. Como un billete de
lotería regalado, si sale, ¡bingo!… pero en los hechos su publicación se reduce a una
acción de marketing, las ventas no importan, los costos se amortizan con el volumen editorial,
el insumo básico está asegurado, y lo mejor de todo: ¡es gratis! De qué vive su
productor, es un problema del productor. Qué come la gallina que pone sus huevos, es un problema de la gallina. Que se arregle.
Para eso allí
nomás desborda el cuarto de los originales, una zafra que no para de crecer sin
que la rieguen, ¿por qué pagarla?... Ninguno de ellos venderá nada porque no
haremos ninguna publicidad, ¿para qué un anticipo? ¿a cuenta de qué?... Si el
autor se retoba, si el muy escritor se pone difícil, para eso justamente está
ese cuarto que desborda de originales, qué importa si el que pedía anticipo era mejor, si
igual ninguno venderá nada porque la narrativa no se vende, y listo.
Así se
cierra el círculo que estrangula al escritor. Del valor del libro, en el mejor
de los contratos, le tocará ese 8, 10 % del precio de tapa. No importa que sin su
trabajo el libro quedaría en blanco y por lo tanto no sería. Ni siquiera importa
si ese 8, 10% es mucho o es poco, porque tampoco eso recibirá. Nada importa.
El
libro importa, el autor no importa.
Es nada más el tipo que lo escribe.
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