Alentados por esos políticos que a falta de ideas desbordan de odio, en apenas una semana la policía argentina asesinó a dos personas, reventó a golpes a otras dos -todos inocentes-, y hasta consiguió herir a otra -también inocente- mientras intentaba controlar a un loco armado con un cuchillo, al que le hicieron, entre cinco efectivos, 14 disparos. Y todo por impericia, por ignorancia, por falta de preparación, por mala leche, y en gran medida, porque van sacados, duros de merca.
MALDITOS FALOPEROS
La policía volvió a matar. La Policía de
la Ciudad, la Bonaerense, la de Córdoba, toda la policía mata. La
Metropolitana, desde su creación, hace cinco años, ya mató 121 personas. Dos
por mes. En 2020, en todo el país, fueron 538 los asesinatos policiales. Desde
que volvió la democracia -1983- hasta hoy, son ya más de ocho mil los casos. Los
gobiernos pasan, cambian, pero la policía no para de matar.
El miércoles pasado tres oficiales de la Metropolitana interceptaron un auto con cuatro chicos de 17 años, futbolistas que venían de entrenar, y los acribillaron. Pese al esfuerzo, consiguieron matar a uno solo, Lucas Gonzáles, de dos tiros en la cabeza. Luego se dedicaron a encubrir el hecho con -va de suyo- una serie de cómplices, pares y superiores. Todos delincuentes.
El fin de semana previo, en Córdoba, una pareja de chicos en moto (18 ella, 20 él), son detenidos por tres policías. Dos de ellos empiezan a moler a golpes al chico, y cuando la chica saca su celular para filmarlos, el otro de los policías le rompe la boca de un culatazo, le arranca varios dientes, y una vez en el piso de una sola patada le fisura dos costillas.
El jueves, al día siguiente del
fusilamiento de Lucas Gonzáles, otra vez la Metropolitana supo destacarse. En
el barrio de Constitución, en pleno día, en una plaza (la Garay), cinco
efectivos precisaron de 14 disparos para controlar a un loquito armado con un
cuchillo. Un transeúnte fue herido. Hubo suerte.
Al día siguiente, en cambio, viernes, ya
madrugada del sábado, la Bonaerense, en la ciudad de San Clemente del Tuyú,
retira detenido de un hotel a un hombre que encerrado en su cuarto provocaba
disturbios. Alejandro Martínez, 35 años. Cincuenta minutos más tarde el hombre
aparecía muerto en un calabozo de la comisaría interviniente. Hay 9 policías
detenidos. Pero en el frente de la comisaría una pintada decía: “No son 9, son
todos”.
Y dejamos para otra ocasión los policías que no matan pero encubren a los que matan, en una actitud corporativa que ellos sueñan “espíritu de cuerpo”… y dejemos también para otro momento los involucrados en robos, golpes comandos, secuestros, narcotráfico, coimas, “peajes”, zonas liberadas, trata de personas, espionaje ilegal, y otros beneficios de la repartición.
Por supuesto detrás, debajo, arriba y en
el fondo de todos estos crímenes, están los políticos que los alientan en busca
de votos caiga quien caiga, porque qué carajos importa el hijo ajeno. Candidatos
sin ideas pero llenos de odio que sólo piden “meter bala” porque no se les
ocurre otra cosa. “Que los dejen como un queso gruyere, y después vemos”, dice
el guapo televisivo José Luis Espert. El fracasado López Murphy, en cambio, sugiere
que esto se arregle “como sea” (¡?). Mientras Milei, payaso trágico, asegura
que sólo “cuando todos estemos armados habrá más seguridad”, y pone de ejemplo
a la sociedad norteamericana, donde los asesinos en masa, seriales, policiales
y comunes, son moneda corriente. No le importa la verdad, sólo el odio. Es su estrategia.
Sin falta y sin vergüenza, mientras tanto,
frente a cada caso de estos, los empleados de los medios sacan a relucir uno de
sus lugares comunes predilectos: “la mayoría son buenos policías“ (sic, porque
también desconocen el castellano), y/o “no todos los policías son iguales”, y/o
“no hay que juzgar a toda la fuerza por un caso aislado”, y bla, bla, blá. Pero
si dichas frases se convirtieron en lugares comunes, fue justamente de tanto
repetirlas, lo cual demuestra que no son “casos aislados”, sino, por el
contrario, frecuentes. Cada vez más.
¿Por qué?... Por una mezcla de impericia, ignorancia, inoperancia, falta de preparación, y también, y en gran medida, por faloperos. Están muy sacados.
Y es que además de la falta de estado
físico (policías gordos, adiposos, lentos, cuya única gimnasia es mangar comida);
además de la falta de formación intelectual (casi todos semianalfabetos), y de
la falta de adiestramiento práctico (botón de muestra: los 14 tiros contra un
cuchillo); uno de los mayores problemas de la repartición, es la cantidad de
cocaína que consumen sus miembros.
Allá por 2017, el malevo Cristian Ritondo,
Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, anunció controles
toxicológicos para sus “93 mil policías en 90 días”. Pero para 2019 sólo habían
sido testeados 4.038 efectivos, de los cuales apenas el 3 por ciento dio positivo.
Parecen pocos, sin embargo, el número a tener en cuenta es que de esos 4038, el
82 por ciento había sido advertido del control, y apenas el 18 por ciento fue
de sorpresa. Con lo cual ese 3 por ciento se eleva al infinito. Esto en la
Bonaerense, de la Metropolitana no hay ninguna información al respecto. O sea… consumo
liberado.
Como el problema no es nuevo, ni se trata
de “casos aislados”, en noviembre de 2019, después de las elecciones -sabiendo
ya que se iba-, la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, como
quien le pasa la bomba al que sigue, creó la Unidad de Pruebas Toxicológicas
para todos los miembros de las fuerzas de seguridad, advirtiendo controles “obligatorios
y sorpresivos”. Desde entonces no hubo más noticias al respecto.
Por falta de información, de imaginación, y de profesionalismo, los medios -todos-, convocados por los hechos, llevan ya más de una semana dedicados a los crímenes, abusos y disparates policiales, y ni siquiera los medios que se pretenden “progres” rozaron el tema del consumo. Pese a que dos de los familiares de los chicos que viajaban con Lucas Gonzáles, llamaron a los policías “faloperos”.
Y es comprensible que lo sean porque la
consiguen gratis -la incautan, cuando no es parte de la "cuota" que reciben de
los punteros que protegen-; les insufla un coraje del que por lo general
carecen; y saben que nadie va a denunciarlos, porque sus superiores toman de la
misma. Y porque nadie los controla.
Mientras los controles toxicológicos no
sean constantes, sorpresivos y obligatorios para todos -todos- los policías, uniformados y encubiertos
-Grupos de Tareas que se pretenden “brigadas”-; seguirán así, patrullando las
calles armados y rabiosos, resentidos y racistas, envalentonados por la
química, y alentados por los políticos que piden más muertes.
Hasta que al fin por fin un día entenderemos que
los “casos aislados” no son los malos policías, sino los buenos.
* * *