Ernest Hemingway
"Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh,
por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de
1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y
llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses
y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura
metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro.
Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero
no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado,
porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus
bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente
juvenil de la Sorbona
que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.
Por una fracción de segundo —como me ha ocurrido siempre— me
encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una
entrevista de prensa o solo atravesar la avenida para expresarle mi admiración
sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente
grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí
hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que
no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante,
sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una
acera a la otra: «Maeeeestro». Ernest Hemingway comprendió que no podía haber
otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en
alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: «Adi000ós, amigo».
Fue la única vez que lo vi."
("Mi Hemingway personal", fragmento)
|
Gabriel García Márquez
* * *
|
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Como tantos medios públicos, EL Martiyo no deja de ser privado, y por lo tanto se reserva el derecho de pubicar o no los comentarios recibidos.