Al cabo de una semana de prometer más y mayores revelaciones
sobre la historia de La ruta del dinero K, Jorge Lanata abrió su show de los
domingos con una encendida, urgente -y necesaria- defensa de su propia imagen. Recién
después dio paso a su monólogo cómico, las imitaciones, la biografía de los
pendejos que lo desmintieron en la semana, un viaje inútil a Panamá, y un
confuso manojo de fotocopias que apoyaban su confuso relato.
El problema de las claqués, cuando no son pagas, es que no
se ríen si los chistes no son buenos, y cuando se ríen, sus risas no se oyen, o
suenan muy bajas, o no entran a tiempo. El domingo en el show de Lanata quedó
muy claro. Por más que el cómico se esforzaba en marcar el remate, la gente no
se reía, o se reía tan poco, que parecía que no. Ya fue probado por todas las
grandes cadenas americanas: las risas grabadas, resuelven ese problema. Es una
sugerencia.
De cualquier forma el programa del domingo no comenzó con el
stand-up pautado. Una cuestión mucho más urgente, exigía una pre-apertura. Algo
más importante, incluso, que cualquier caso de corrupción, que el país mismo,
que la patria que lo parió, carajo: ¡su imagen!, ¡su propia imagen!, su
trayectoria, su nombre. Él, bah. Lo más importante del mundo, o qué...
Dolido, rabioso, traicionado por la vida y por los hombres
al ver sus tremendas revelaciones del domingo anterior desmentidas por sus
propias marionetas, y farandulizadas hasta la burla por los programas de
chimentos de la tarde; su ego mancillado, ametrallado, allí emergía
desencajado…
Sin ninguna piedad condenó a su propio público a un breve
inventario demasiado largo de su propia trayectoria; y para que tengan y se
lleven, les tiró también con una antología de sus más importantes
investigaciones (concluidas, truncas, y evanescentes). Un capo.
También insultó y se burló de los colegas que no le creen,
dijo cómo le decían a Rolando Graña los chicos de Tea; y hasta sacó a bailar a
Horacio Verbitsky para no seguir bailando solo. O con Clarín, que es bailar con
su hermana.
También allí tuvo ocasión el momento mágico del programa,
que más abajo comentamos.
Luego sí, se alzó el telón –literalmente- y comenzó el show
propiamente dicho, el monólogo, las imitaciones, los sketchs, y la suequita esa
–que bien vista ya no está tan buena-; y todo igualito, lo mismo, que el
domingo pasado, incluso los chistes... Tal vez por eso ni su propia claqué
consiguió hacer sonar la risa. (Son más seguras las grabadas, insistimos).
Cuando ya todo parecía perdido, llegó la parte periodística
del show cómico de Lanata. Esa región incierta entre la ficción y la realidad,
por la que Lanata sabe conducir con mano firme a su infortunado público.
Maestro.
De arranque había advertido que probaría todo lo que decía
pero “periodísticamente, no judicialmente”.
Pero no explicó la diferencia entre las dos nuevas
clases de pruebas que allí proponía: la periodística, y la judicial. La prueba
periodística, aparentemente, no sirve judicialmente, pero aún así, de alguna
forma probaría. No se sabe si prueba menos, prueba más, o prueba de manera
improbable. De alguna manera prueba, aunque no pueda probarlo a la hora de las
pruebas en serio.
Asombro y desconcierto en la parte más cauta de la
teleplatea.
Así allí abría Lanata una nueva dimensión de La Verdad.
Ahí el momento mágico que más arriba aludimos.
A partir de esa suerte de grito de “aquí cualquier cosa
vale”, el programa comenzó a deshilacharse hacia un final que ignoramos… porque
un rato antes ya nos quedó claro lo mucho que le faltaba de lo poco que tenía.
Las rápidas biografías no autorizadas y feroces de Fariña y
Eskara, los dos cachivaches que el domingo anterior eran sus “gargantas
profundas”; un viaje innecesario a Panamá, que incluyó la entrevista a un
recepcionista, y la charla con un abogado panameño que puteaba al Panamá; un
juego de confusas fotocopias -las cuales después de explicaciones aún más
confusas de Lanata, pretendían demostrar la existencia de una empresa
relacionada al hijo Báez, con haberes por un millón y medio de dólares
(seguirían faltando más de 50 millones de euros, según su propia
“investigación”)-; todo esto por supuesto rociado con agravios espumosos,
injurias apenas veladas por la ironía, sospechas por doquier, teorías
conspirativas que indefectiblemente lo tienen como víctima; y la foto –la única
que hay- de Cristina junto a Martín Báez, en el ya consabido acto de
inauguración del Club Boca Juniors de Río Gallegos. Por suerte para el
Vaticano, dejó afuera las últimas de Cristina con Francisco.
Sin embargo con sólo eso, con esa nada, pero a partir de una
extraña adaptación de la Ley
de Carácter Transitivo, Lanata no tuvo mayores inconvenientes en ligar a unos
con otros, a los otros con éstos, y a éstos con aquellos, en una tela de araña
que así se lo comió como a una mosca.
La semana pasada nos preguntábamos (ver aquí) si lo del domingo
anterior había sido otra denuncia marca Acme. Despejadas todas las dudas el
domingo último, aquí pretendemos abandonar ya los comentarios sobre el programa
de Lanata, sus denuncias y sus chistes.
Lanata no es un buen showman. Le cuesta moverse y encima lo
intenta, carece de repentísmo, es previsible. No tiene gracia, bah. Y no tiene
guionistas, o no se le notan.
Devenido así en un showman mediocre, quedó muy lejos de ser
un periodista malogrado. La poca credibilidad que le queda se evapora en
contacto con el odio que trasunta, el resentimiento ciego de un ego malherido.
Se lo advierte dispuesto a cualquier cosa con tal de vengarse del tiempo que lo
descubrió.
Pero ahí su éxito, justamente: en el odio. Porque su odio
expresa el odio de su público, que no precisa, no quiere información, verdades,
pruebas, qué va…
Quiere odio, más odio.
Y a Lanata le sobra, ahí su suerte.
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