Surgido del humor absurdo que en los 90 vino a renovar la
comicidad nacional, Alfredo Casero iba dirigido a un tipo de público, y terminó
con el tipo opuesto, con ese público que nunca entendió sus chistes y ahora
tampoco, y que para colmo se ríe de sus tristezas, sus amarguras y sus broncas
EL PAYASO RABIOSO
Nos autocitamos:
“El demonio existe: es
el ego. Por eso está siempre a nuestro lado, y nos acecha.
Su mejor truco
consiste en hacernos creer que nos elevamos mientras nos hundimos, que
avanzamos cuando retrocedemos, que todo va mejor a un paso ya del abismo. Es la
vanidad, la droga de la serpiente. La soberbia. Según La Biblia, el exacto
instante previo a la caída.
En tal sentido nada
como la televisión para detectar y contemplar fenómenos satánicos de esa
índole. Pequeños seres humanos inflados hasta reventar. Periodistas baratos de
dudosa formación y escasos recursos convertidos por un rato en grandes
pensadores dueños de variadas verdades y pletóricos de sentencias.
Presentadores impresentables con problemas de comprensión y de lenguaje;
panelistas en bolsa repetidores de frases hechas y noticias improbables con el
tono sin embargo de senadores de Roma; figuritas mediáticas como fuegos de
artificio que suben, se encienden y se incendian, y viejísimas figuras que a fuerza
de pura permanencia televisiva, adquieren un halo mítico de estatuas vivientes…
Lo que podríamos llamar: un infierno encantador”.
Así comenzábamos el 13 de febrero un post dedicado a Roberto
Petinatto en ocasión de su implosión pública (Ver aquí).
Como quien mata dos pájaros de un tiro, hoy recurrimos a las
mismas palabras para referirnos al exgordo y excómico Alfredo Casero, típico
payaso triste y ya patético, sino tétrico también.
Surgido del humor absurdo allá por los 90, quiso ser Diego Capusotto,
y acabó en Fernando Iglesias.
Irrumpió dirigido a la juventud más roquera, contestataria y
progre, y terminó frente al Congreso la otra noche con lo más vetusto y
conservador del gorilaje porteño, reducido tan luego a esa gente que siempre
despreció, de la que siempre se burló: el público de Mirtha y de Susana, la derecha
cruda, pueril y bruta. Ahí su rabia, su espantosa frustración. El odio que se
ve que lo consume.
Sus divagues, sus incoherencias, casi siempre graciosas en
el contexto de sus programas, un día siguieron de largo más allá de sus
programas, y ya nunca más fueron graciosas. Quienes alguna vez lo creyeron cómico,
descubrieron entonces que no hacía reír, sino que más bien daba risa, lo que
viene a ser todo lo contrario.
“El hombre está preparado para la muerte, pero no para la
derrota”, supo afirmar el inmenso Ernesto Hemingway en una de sus sentencias
más machas, y por lo tanto más inciertas. Sin embargo muy lejos y mucho
después, el ínfimo Alfredo Casero viene a sostener con su entero ejemplo la
lengua del gigante.
Como todo payaso triste, Alfredo soñaba ser un actor serio,
y Suar -el Grupo- le dio la chance. El ego lo empujó, y el diablo le cobró su
pacto. Fue su paso trágico.
Agradecido con el Grupo que le permitía soñarse otro, lo
primero que hizo fue enfrentarse al kirchnerismo con todos los clisés del
gorila 4x4. En busca de la originalidad perdida, probó el petardismo sin
imaginación, y así a cada paso cayó en sexismos, machismos, racismos, y otros
abismos de los que nunca más volvió.
Entonces supimos que su absurdo personaje no era un
personaje sino apenas su absurda persona al fin descubierta. Y lo que ayer
causaba risa, de pronto causó sorpresa y pronto rechazo. Alfredo no era gracioso,
resulta, era tonto. El público que él tanto deseaba, de a poco pero enseguida empezó
a apartarse.
Azorado, acaso asustado, por las dudas rabioso, no
tuvo mejor idea que acelerar en la arena. El ego otra vez.
Con menos ingenio que vulgaridad, embistió al movimiento de
mujeres, y rápido se ganó otra hinchada (en contra).
Como el diablo además de voltearte disfruta patearte en el
piso, un día apareció alimentando los programas de chimentos con un video donde
se lo ve confesándose cornudo a los gritos frente a la casa de su ex en una de
sus escenas más tristes, patéticas, y por qué no tétricas también.
Perdido en sí mismo, quiso distinguirse de sus colegas y se
enfrentó a la Asociación de Actores, y al final fue la Asociación de Actores la
que ahora supo distinguirse de él con una nota de repudio, porque el diablo
–que cuanto más le das, más quiere-, lo empujó a enfrentarse también con las
Abuelas de Plaza de Mayo mientras reinvindicaba a las Fuerzas Armadas en el
pico del desmadre de otro de sus brotes televisivos, cuando acabó repitiendo a
los gritos “flan-flan” sin poder parar, cada vez más fuerte, más furioso, ya del todo tétrico.
La tontería del flan le encantó al presidente –acaso atontado
por su propio fracaso-, quien a su vez arrastró a todo su gabinete a otro
desastre público, cuyas imágenes cargarán hasta el final de sus días, y con la
actuación estelar del senador Esteban Bullrich, reconocido tonto de la Alianza
gobernante.
Atontado por tanta tontería, Casero, sacado, apareció al fin
gritando flan-flan frente al Congreso, junto a miles de ancianos que allí le daban
su apoyo al gobierno que los saquea.
Fue la noche de su mediodía, a partir de allí comenzaba su
ocaso.
Atacar a las Madres y/o a las Abuelas de Plaza de Mayo, es
posible, y hasta frecuente, tal y como han demostrado últimamente el gobierno y
sus medios, (o los medios y su gobierno, como sea). “El curro de los derechos
humanos”, la obsesión de Clarín contra Hebe de Bonafini, el fallido intento del
2x1… Atacar a las Madres y a las Abuelas es posible y ahora también frecuente.
Pero nunca será gratis.
Sus desgraciados chistes sobre el trabajo de las Abuelas
y la verdad de los nietos recuperados, no habían causado ninguna gracia. De
pronto los shows comenzaron a caer. Rápido le cancelaron uno en Salta, y al toque
otro en Tucumán, las manifestaciones de repudio empezaban a llover…
Como Roberto Petinatto, el viejo Castaña, el gurú palermitano Ari Paluch, el cantor callado
Gustavo Cordera, el triste Tristán, y tantos otros en caída libre, Casero también
se apuró a pedir disculpas… pero el abismo también es un viaje de ida.
Amargo payaso despintado, lo dicho dicho estaba y se
viralizaba hacia el infinito. El rígido ayer, dijera Borges, ya rodaba por las redes para siempre. Ya está. Ya es imposible pasar por un exabrupto la incontinencia que una vez
más dejó al aire los huesos descarnados de su conciencia. Ya no
saldrá jamás de la plaza de la otra noche, del público de Mirtha y de Susana,
de ese público que nunca entendió su humor, que ni siquiera entendió lo del
flan, y que ahora confunde su rabia con un chiste, mientras él ve que de
pronto hace reír al que nunca quiso, y rabiar al que tanto quería. Ahí su
bronca, su furia, su inesperada derrota.
Otra clásica historia de payasos tristes.
A Lanata le pasó lo mismo: se equivocó de público, y se lo
comió el odio.
* * *