El triste Tristán, el astro retro Cacho Castaña, el gurú
palermitano Ari Paluch, el cantor callado Gustavo Cordera, ambulan ya por ese raro limbo donde los famosos sueñan con el olvido, y al
que acaba de ingresar ahora también Roberto Petinatto, con toda su leyenda
ajena a cuestas, y su gracia tan habitual entre los habituales graciosos de la
tele.
Encandilados por sí mismos, no advirtieron el final de una era, y siguieron de largo hacia
el ayer.
Pero en su caída nos descubren el verdadero rostro
del demonio.
UNA LECCIÓN PARA TODOS
"Venía rápido, muy rápido
y se le soltó un patín"
Carlos Alberto Solari
El demonio existe: es el ego. Por eso está siempre a nuestro
lado, y nos acecha.
Su mejor truco consiste en hacernos creer que nos elevamos
mientras nos hundimos, que avanzamos cuando retrocedemos, que todo va mejor a
un paso ya del abismo. Es la vanidad, la droga de la serpiente. La soberbia. Según
La Biblia, el exacto instante previo a la caída.
En tal sentido nada como la televisión para detectar y
contemplar fenómenos satánicos de esa índole. Pequeños seres humanos inflados
hasta reventar. Periodistas baratos de dudosa formación y escasos recursos
convertidos por un rato en grandes pensadores dueños de variadas verdades y
pletóricos de sentencias. Presentadores impresentables con problemas de
comprensión y de lenguaje; panelistas en bolsa repetidores de frases hechas y
noticias improbables con el tono sin embargo de senadores de Roma; figuritas
mediáticas como fuegos de artificio que suben, se encienden y se incendian, y viejísimas
figuras que a fuerza de pura permanencia televisiva, adquieren un halo mítico
de estatuas vivientes… Lo que podríamos llamar: un infierno encantador.
En ese infierno encantador arde desde hace unos días Roberto
Petinatto, víctima de un ego que antes o después se veía reventar.
Y bastó el
palito pisado de una frase infeliz, para abrir la caja del pasado de una fila
de Pandoras malheridas.
El palito pisado ya no importa, su pasado es lo que pesa.
Como en el caso del hoy fantasmal Ari Paluch o el espectro de Tristán, los
testimonios que lo condenan tienen esa exactitud de coincidencias que los
vuelve veraces, y por ello lapidarios. Todas cuentan lo mismo. Todo,
evidentemente, es verdad.
De Sumo con Luca Prodan, a La Noche del Domingo con Gerardo Sofovich, hay una
distancia tan grande como el ancho vacío de un ego levantado a fuerza de
banalidades constantes, pretensiones insustanciales, y una obra inexistente más allá de sus viejas payasadas ochentistas, sus estrafalarios disfraces de
dudoso gusto, sus estupidos muñequitos, y sus repetidas y fallidas imitaciones del
show de David Letterman.
El petardismo impensado, la ironía incesante frente a
cualquier tema como quien está por encima de todo, el repentísmo reducido a rapidísmo, la burla hacia el otro con su
insalvable carga de desprecio, no alcanzan, en su conjunto, a ser un estilo,
apenas son características, en estos casos, defectos. Sin embargo así, con todo
eso y sólo eso, más cuatro gotas de leyenda lateral (ya que tampoco hablamos de
Luca Prodan o Ricardo Mollo), Roberto Petinatto, empinado por las
circunstancias de un medio mediocre, adquirió con los años un aura indiscutido
de artista transgresor, sinónimo de vanguardia, y palabra santa.
Es ahí cuando el Demonio ve que su fruta está madura y le clava
los dientes.
Bastó la pequeña victoria de la fama y sus mieles, un rating
pobre en un contexto paupérrimo, una claqué a sueldo que acaso creyó
espontánea, un desfile de figuras sumisas que preferían simular admiración antes
que exponerse a sus burlas, más las groupies infaltables de las puertas de todos
los canales, y ya nuestro pequeño héroe estaba inflado para reventar.
Entonces lo dijo. Pisó el palito de una palabra inoportuna,
soltó una de esas frases que dice siempre porque no piensa nunca, y estalló en
el aire. Pudo haber sucedido antes, pudo suceder después, pero se lo veía venir.
En
marzo del año pasado, tras los sucesos de Olavarría durante el recital del
Indio Solari, Petinatto sorprendió por fin después de tanto abriendo su
programa con un show inédito de resentimientos, envidias y otras miserias. Más
de un cuarto de hora con la boca llena de espuma descargando contra el ausente,
sin disimulos, su tremenda frustración como rock-star sin banda, sin recital,
sin público, y sin canciones.
Antes
de un año aquél demonio suyo volvió a por él, lo emboscó entre sus propias
palabras, y se lo llevó hacia ese limbo donde ahora ansían el olvido absoluto
Ari Paluch, el triste Tristán, Cacho Castaña, Gustavo Cordera… y algo nos dice
que pronto seguirán los nombres…
Pero que
nadie se engañe: el palito pisado no fue una frase infeliz, ni un “give me
five”, ni un chiste viejo del viejo Castaña… Todos ellos y los que vengan, no
son sino lo que siempre fuimos. Ningún machista es generación espontánea. Diría
Sartre: “cada hombre es lo que hace consigo de lo que hicieron con él”. Y eso
es culpa de todos y de nadie y fue así desde siempre. Sólo que un día se
terminó. Como la esclavitud o la inquisición y tantas otras cosas que un día se terminaron.
Y ese, en tal caso, fue el palito pisado. No advertir que una historia se acabó. Que
lo que nos parecía normal, estaba mal. Que vivimos equivocados y que es posible
y necesario y urgente mejorar.
Ejemplos
de lo que ya no sirve, Petinatto, Castaña, Paluch, Tristán, Cordera, no son
sino los famosos de una legión de retrasados que no pueden, no quieren, o no
les importa entenderlo. Pero nada de eso detiene el final de una era que se
termina, y que así se los lleva. Simplemente no supieron bajarse a tiempo y siguieron de
largo hacia el ayer. Con sus chistes vencidos, con sus gracias gastadas, con sus manías viscosas, soportados demasiado por un entorno que no otorgaría pero callaba, ebrios
de espuma, mejores que nadie, encandilados por el demonio que tiene cara de
espejo.
No
dejan de ser una lección para todos.
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