////// Año XVº /// Editor Anónimo: Daniel Ares /// "Prefiero ser martillo que yunque", Julio Popper ///
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viernes, 23 de noviembre de 2012

MEMORIAS DE UN MERCENARIO - HOY: "Pequeñas alegrías de un oficio rudo"

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“El periodismo es un negocio de extorsión, la prensa libre no existe, y estamos todos rodeados”; fue dicho en el post del 10/11/08, Una puta inmaculada, que sirve de introducción a esta sección, y donde a la vez anunciábamos estos rápidos relatos destinados a refrendar con hechos las palabras, porque una buena historia vale más que mil imágenes.
El autor se retiró de lo que ha dado en llamar "el periodismo industrial" no arrepentido, pero si medio asqueado, al cabo de 25 años de oficio.
De su experiencia, estos recuerdos.

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El Martiyo Producciones presenta…


"Memorias de un mercenario"
 




“Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los cuarenta, se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismo se han inventado. Después, si no han dejado la piel en la batalla, se resignan a vivir como todo el mundo –a vivir mal, porque no cobran ningún retiro- y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez, y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”.

Jean Lartéguy 

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Hoy: "Pequeñas alegrias de un oficio rudo"


El mundo es un pañuelo y la farándula un moco.
Estamos ahora en el invierno de 1991. Pocos meses antes yo trabajaba para la revista Noticias de Perfil, y cubría el caso María Soledad en Catamarca, donde la estrella de la hora, ungida por Carlos Menem, era el comisario Luis Abelardo Patti.
Procesado ya entonces por apremios ilegales, el presidente de la nación le encomendaba sin embargo el caso María Soledad Morales, cuyas intrigas y sospechas sublevaban esa provincia mientras indignaban a todo el país.
Como era de esperar, Patti llegó a Catamarca seguido por todas las cámaras y los micrófonos argentinos, con su público detrás, sedientos de sangre todos, y entre todos, yo.
No voy a extenderme sobre el caso, ya lo referí en el episodio Mea Culpa. Lo que ahora importa es que allí conocí y descubrí al ya terrible comisario Patti, torturador y asesino, y pronto advertí en él esa profunda debilidad, que con algunos colegas, para divertirnos, agrupábamos en lo que secretamente llamábamos el C.A.F., Club Amigos del Flash. Lo desarmaba la fama. La propia, pero también la ajena.
Encantado por su nuevo perfil de policía popular, codiciado de pronto por la prensa, cholulo de alma, se entregaba a nosotros como una modelo en pleno ascenso que no se niega a nada. Y nosotros simulábamos gratitud y lealtad en busca de más información, de alguna exlusiva, de un dato que el otro no tuviera, en fin...
Para que a nadie le faltara lo que teníamos todos, pronto policías y periodistas nos movíamos juntos, sin despegarnos: comíamos juntos, y hasta compartíamos los días libres con asados los domingos. Patti parecía descubrir el flower power.
Suelto de boca en una sobremesa de esas –y tengo testigos- yo mismo se lo advertí no sé por qué:
– No te engañes... los periodistas somos como ustedes. Cualquiera de los que hoy come acá con vos, mañana te manda preso sin ninguna culpa… Incluso yo, que te lo estoy diciendo... –y todos nos reímos como si fuera un chiste.
Pero no lo era.
Apenas unos meses después yo ya estaba en otra revista y otra editorial –Tele clic, de Atlántida-, y haciendo otra cosa: espectáculos, no policiales.
Sin embargo, como ya expliqué en el episodio titulado Sangre, sudor y lucro: indiferente al alma del hombre que interviene, el cirujano no varía sus técnicas. Allí tiene un corazón, y hay que abrirlo.
Policiales o espectáculos, para un periodista industrial, la cuestión será siempre vender más ejemplares, y el escándalo, para eso, es el pan fresco de cada día.
Y allí Patti me regaló uno que ardió durante meses.
Por eso les decía que el mundo es un pañuelo, pero la farandula un moco.
Pese a su final sin pena ni gloria en el caso María Soledad, la fama de Patti crecía y se desplegaba. De las páginas de policiales, pasaba ya a las del corazón.
Trastornado por los medios, descubrió que no sólo proyectaba una imagen de hombre recto –o rígido-, sino que también había en él algo sexy, y cholulo como era, ya mezclado en el “ambiente” de tanto frecuentar canales, y aunque casado y con tres hijos, allí va y se envuelve en un romance con Liliana Caldini, exmodelo y exesposa de Cacho Fontana, y por aquellos días conductora de un programa en los mediodías de ATC.
El romance, por supuesto, era secreto, y por lo tanto, muy comentado, así que esa semana, en la tapa de la revista Gente, presionado por su esposa, Patti lo negaba todo en forma pública, y chau. “Entre Liliana Caldini y yo, no hay nada”, supuso concluír el comisario.
Pero Liliana Caldini estalló de rabia.
Apenas vio la revista la llamó a su amiga Marcela Tauro –a la sazón redactora de Tele clic-, y le contó, sin vueltas ni eufemismos, todo. Cuánto hacía que salían, que ya conocía a sus hijas, y hasta las promesas de abandonar a su esposa que el recto comisario le había hecho.  
Para colmo Marcela Tauro –como todo periodista argentino de la hora-, pocos meses antes, para la revista Gente, también había estado en Catamarca; y como todo periodista allí, también se había hecho amiga de Patti, así que Patti, el Columbo argentino, esa mañana misma, también la llamó a Marcela Tauro para contarle, o más bien, para pedirle que intercediera ante “Liliana” porque él “no quería perderla”.
Y claro, como allí yo era el jefe, Marcela, muy bien, vino y me lo contó a mí.
Encima me dijo que “Liliana” estaba “dispuesta a todo”.
-- ¿Qué hacemos? - me preguntó Marcela.
En pocos minutos montamos la emboscada.
Marcela debía llamarlos a ambos y arreglarles un encuentro secreto que Liliana sólo aceptaría si fuera ella, Marcela, la mediadora presente.
Patti aceptó.
La cita fue en la Avenida Figueroa Alcorta frente al canal ATC.
Patti apareció en su coche particular ¡pero de uniforme! -como si se lo hubiéramos pedido-, acompañado por Marcela Tauro, quien allí, una vez estacionados, cruzó hasta el canal para buscar a Liliana (Caldini).
Minutos después, juntas las dos, volvieron al auto. Marcela entró atrás, Liliana Caldini en el asiento del acompañante, y conversó algunas pocas palabras con Patti, cuando por fin se besaron, y entonces, ahí, desde atrás de un árbol, surgió la Negra Mariza Márquez, fotógrafa de combate, disparando a repetición.
Fueron tapa, claro.
Y no sólo de Tele clic. Ja.
Todos los diarios levantaron la noticia y esa foto. El tema se incendió  por las radios y no sólo alcanzó la televisón, sino también sus noticieros. La pequeña revista dedicada a la farándula y la tele, se imponía a nivel nacional.
Antes de aquél cierre, cómo olvidarlo, Patti vino a verme personalmente a la redacción. Lo atendí, claro. Tal vez soñaba con parar la nota, me pareció, no llegó a pedírmelo. Antes le recordé aquél almuerzo en Catamarca, y mi advertencia.
-- Mirá al final quién te encanó: yo.
Sonrió. Vencido pero famoso, no dijo nada y se fue.
Aquella edición nos permitió dar un salto de varios miles de ejemplares, y a mí el gusto personal de mandar preso un comisario..
Pequeñas alegrías de un oficio rudo.


(continuará)...


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miércoles, 13 de junio de 2012

MEMORIAS DE UN MERCENARIO - HOY: "La derrota es nuestra", recuerdos de la guerra de Malvinas...


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El periodismo es un negocio de extorsión, la prensa libre no existe, y estamos todos rodeados”; fue dicho en el post del 10/11/08, Una puta inmaculada, que sirve de introducción a esta sección, y donde a la vez anunciábamos estos rápidos relatos destinados a refrendar con hechos las palabras, porque una buena historia vale más que mil imágenes.
El autor se retiró de lo que ha dado en llamar "el periodismo industrial" no arrepentido, pero si exhausto, al cabo de 25 años de oficio.
De su experiencia, estos recuerdos.



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El Martiyo Producciones presenta…


"Memorias de un mercenario"
 




“Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los cuarenta, se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismo se han inventado. Después, si no han dejado la piel en la batalla, se resignan a vivir como todo el mundo –a vivir mal, porque no cobran ningún retiro- y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez, y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”.

Jean Lartéguy 

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Hoy: "La derrota es nuestra"



La guerra es siempre un éxito.
Nos gusta.
La gente la consume en todos sus formatos, películas, cuentos, novelas, incluso canciones, y por supuesto, y mucho más, cuando suceden en la realidad y la sangre no es jugo de tomate, no pibe.
Nos gusta la guerra.
Se trata acaso del mayor espectáculo dramático que pueda producir el hombre.
Para la prensa, suele ser un bacanal. Algo ya les conté el año pasado para estos días en el episodio no por nada titulado ¡Viva la guerra!,..
Sin embargo, muy por el contrario de lo que pueda pensar el novato, en tiempos de guerra el drama diario del editor ya no es buscar grandes noticias, sino distinguir cuáles de todas son las mejores, es decir, las que mejor venderán.
Las primicias quedan de lado, son raras y difíciles, porque en tiempos de guerra la censura militar reina así sea bajo democracia, mucho más en dictadura, como fue el caso de los medios argentinos cuando Malvinas. Por ello siempre es mejor concentrarse en la carne mortal y sus despojos, en el drama vivo del asesinato en masa, en común.
Muertos y futuros muertos son entonces lo más recomendable. Recuerdo cómo nos pedían por aquellos días, a los cronistas que cubríamos el Frente Sur –y a todos, ojo, nacionales y extranjeros-, fotos de cadáveres o heridos o confesiones o cartitas de soldados prontos para partir al combate. Muertos y futuros muertos, es pescado fresco.
Naves que se hunden, aviones en llamas, viviendas destruidas, mutilados, llantos, miedo, el cronista debe estar atento a todas las posibilidades, grandes y pequeñas, espectaculares y etéreas. De su astucia dependerá su trabajo, de su olfato para la carroña, su pan diario, y el  único enemigo, siempre, es su colega.
Claro que cualquier periodista que se precie de tal deseará tener un día su propia guerra. Es como un gran toro para un torero de verdad. Yo tuve esa suerte durante la inmensa tragedia de 1982.
Pasado el primer estupor, admitida ya como real aquella guerra a simple vista inverosímil, los medios argentinos, poco a poco –más despacio de lo debido (porque años de periodismo en dictadura adormecen los reflejos)- descartaron cualquier otro asunto, y se concentraron en el gran desastre inminente.
Las cosas no podían ser mejores. Cada edición vendía más que la anterior. El tema era un éxito. El mundial de España podía esperar, el país, la deuda externa, todo podía esperar. Malvinas era el hit.
Cuando el negocio es la carroña, la guerra es un festín, seguro. Pero no todo lo que brilla es sangre, ojo… Porque tanto muerto aviva toda clase de aves y otras bestias que diseminan el horror sin que el horror ya se distinga de otra cosa. Entonces el drama diario del editor, pero también del cronista, ya no es encontrar un árbol en pleno bosque, sino distinguir cuál de todos arderá más en los kioscos.
Por aquellos días los medios gráficos que hicieron el mayor despliegue en la cobertura fueron -en orden de importancia- Editorial Atlántida, Clarín, Abril, La Nación, y muy tarde, y muy atrás, Perfil.
La cobertura más completa fue la de Atlántida, la que tenía más gente -un cronista para cada punto, y un fotógrafo para cada cronista-, y se extendía hasta Tierra del Fuego, donde sólo estábamos Mario Markic para Gente, yo para Somos, y Roque Escobar por la revista Siete Días, de la entonces ya moribunda editorial Abril.
El hazmerreír de los corresponsales era Perfil. Para sus revistas La Semana y Semanario, Jorge Fonteveccia -en persona- y su equipo -tres o cuatro redactores y otros tantos fotógrafos- bajaban desde Buenos Aires en un par de coches de alquiler, bien apretaditos, pero no muy rápido. Los demás decíamos que “iban a la guerra en taxi”. Ja. Perdidos en su lenta road-movie, cuando alcanzaron Río Gallegos la guerra ya estaba terminada.
A mediados de mayo dejé Tierra del Fuego y subí por cinco días a Buenos Aires, pero después volver a Río Grande ya no fue tan fácil. Al sur de Trelew se habían cerrado todos los aeropuertos así que tuve bajar por tierra y allí recorrí punto por punto lo que entonces se llamaba el Frente Sur. Paré un par de días en Comodoro Rivadavia, y casi una semana en Río Gallegos.
Conforme bajaba, la prensa se deshilachaba. En Comodoro estaban todos, grandes, medianos y pequeños medios, la tele, la radio, las revistas, los diarios y las agencias. En Gallegos sólo quedaban los más grandes: Clarín y La Nación, Atlántida y Abril. En Grande ya lo dije, nosotros y Siete Días.
En Comodoro el casino del hotel, su bar y su restorán, abducían a toda la prensa presente entre romances de ocasión, mesas de ruleta y alcohólicos progresivos. Base del Ejército, allí un tal coronel Solis nos informaba cada mañana lo que ese día tampoco podríamos hacer. 
En Gallegos convivíamos en un mismo hotel los periodistas y los pilotos de combate. Allí ya los romances eran intersectoriales, digamos, entre cronistas y pilotos, pero los muertos eran sólo de ellos. Los pilotos comían en una mesa aparte, y de tanto en tanto faltaba otro comensal. Para nosotros, era información codificada.
Mientras tanto facturábamos, amos y esclavos, viáticos y ventas. Y comíamos muy bien porque no pagábamos nosotros, así que de paso bebíamos mejor. 
Las horas vacías las quemábamos en “las casitas”, como allá se les llama a los burdeles; y el resto del tiempo lo dedicábamos a esquivar la censura militar y las presiones de nuestros jefes. Todos los días nos sobraba un rato más.
Sin embargo no había descanso. Uno debía mantenerse siempre atento al enemigo: los colegas. Si nadie tenía nada, bien, ¿pero y si alguien conseguía algo? Concentrados en nuestra propia guerra, la otra, la cierta, la única, era apenas el botín por el que peleábamos nosotros.
Los días pasaban y se llenaban de muertos y de dudas. Pero por mucho que avisara en mis informes, nada de eso llegaba a los kioscos.
Fue entonces cuando obtuve, por fin, una primicia, que no era exclusiva, pero sí era enorme: la derrota.
El 7 de junio, para el día del periodista, el siempre triunfalista contraalmirante Horacio Zaratiegui, comandante entonces de la Base Naval Austral, dio un sabroso asado para la prensa presente, y de postre en su discurso, lo anunció sin más vuelas: “más allá del resultado de esta guerra…”, dijo, y no importa qué más dijo, porque ya nadie le escuchó más nada. Eso era todo.
Después del asado nos despedimos con Mario Markic, que se iba a España a cubrir el mundial para Gente. La guerra se había terminado. Las últimas mediciones porteñas advertían un marcado declive en el interés del gran público, acaso aburrido de tanta fanfarria triunfal sin noticias concretas; o acaso más atraído ya por el debut de Maradona bajo las órdenes de Menotti. La guerra había terminado. Seguían las batallas y los muertos, pero la guerra, la nuestra, no. Gente no reemplazaría a Markic. Los muchachos de Siete Días ya se habían ido. Yo partiría en breve. El enviado de La Semana, recién llegaba. Al menos vio caer el telón.
Esa misma tarde del 7 de junio de 1982, apenas volví al hotel después del asado, llamé a Buenos Aires y avisé que la derrota ya era un hecho admitido públicamente por aquel comando... Yo entonces reportaba a Tabaré Areas, y recuerdo muy bien que hasta le repetí aquella frase de Zaratiegui, siempre tan triunfalista, y de pronto tan sincero.
-- Nosotros manejamos otra información, negro -me respondió Tabaré desde su pecera en Buenos Aires.
Si la derrota nos sorprendió una semana después, fue porque no quisieron oírme, o creerme, o porque me oyeron y me creyeron pero prefirieron callar… tal vez por no contradecir a los milicos… o a la gente… o por salvar ese negocio de su propio final… O porque yo todavía era demasiado joven y no sabía que en tiempos de guerra, la derrota no es una primicia. Va de suyo.

(continuará)...


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martes, 8 de mayo de 2012

SUSANA GIMÉNEZ en MEMORIAS DE UN MERCENARIO: "La ley no te perdona que seas estúpida"


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El periodismo es un negocio de extorsión, la prensa libre no existe, y estamos todos rodeados”; fue dicho en el post del 10/11/08, Una puta inmaculada, que sirve de introducción a esta sección, y donde a la vez anunciábamos estos rápidos relatos destinados a refrendar con hechos las palabras, porque una buena historia vale más que mil imágenes.
El autor se retiró de lo que ha dado en llamar "el periodismo industrial" no arrepentido, pero si medio asqueado, al cabo de 25 años de oficio.
De su experiencia, estos recuerdos.



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El Martiyo Producciones presenta…


"Memorias de un mercenario"
 




“Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los cuarenta, se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismo se han inventado. Después, si no han dejado la piel en la batalla, se resignan a vivir como todo el mundo –a vivir mal, porque no cobran ningún retiro- y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez, y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”.

Jean Lartéguy 

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Hoy: "La ley no te perdona que seas estúpida"





Cuando arriba digo que "el periodismo es un negocio de extorsión" por supuesto me refiero a lo que suelo llamar el periodismo industrial, y por supuesto también no intento ninguna metáfora. Digo más: en periodismo las formas y las escalas de la extorsión son acaso infinitas, pero bien tramadas, cualquiera de ellas puede ser infalible.  
Hoy Susana Giménez es todavía un símbolo del canal Telefé, pero durante muchos años antes lo fue del Canal 9 de Alejandro Romay, que un día se quedó sin ella, y yo sé muy bien por qué, porque yo comandé la operación aquella que al final se la robó.
Corría el año 1991, yo era jefe de redacción de la revista Tele clic, el nuevo producto de Editorial Atlántida, flamante dueña de la señal Telefé (entre otras cosas). Su director y dueño –de Atlántida, de Tele clilc y de Telefé (entre otras cosas)-, era el muy ejecutivo Constancio Vigil. Y digo ejecutivo sin ninguna sorna: el hombre conocía su negocio y no trepidaba en ejecutarlo. Lean si no.
Pero lean entonces también el episodio No odies a tu enemigo, contrátalo, donde les cuento cómo pocos meses antes de comandar Tele clic, desde la revista Noticias de Jorge Fonteveccia, yo mismo lo había mandado preso. A Constancio Vigil, sí. Una nota con mi firma lo denunciaba públicamente por contrabando, así nomás. Para evitarse los impuestos, su regio Mercedes Benz importado estaba a nombre de un empleado suyo lisiado, ascensorista de la Editorial. Un fiscal de oficio inició las investigaciones, y Constancio fue procesado, y tras él otros, y famosos: Ricardo Darín, el finado Cacho Steimberg (que al final fue preso por todos), y la divina diva Susana Giménez, estrella de Canal 9, codiciada entonces por el nuevo Telefé.
A por ella fuimos.
Escándalo tras escándalo (ver Un hombre desesperado), Tele clic era ya el grán éxito de los kioscos y así había logrado un impacto cierto en la teleplatea diaria. Nuestra palabra hería cuando no mataba.
Constancio entonces me entregó a Susana, a quien yo nunca había admirado. Me dijo que hiciera con ella lo que se me diera la gana. Fue más allá, me dijo así (nunca lo olvido porque ni antes ni después mencionó el tema en mi presencia):
-- Dele con lo que tenga, y si tiene que meterse con lo del Mercedes, métase también, y si tiene que mandarme preso otra vez, mándame preso otra vez…
Cuando el escándalo por su Mercedes de contrabando la puso contra las cuerdas a ella también, Susana Giménez –“cagando por la boca”, diría Federico Luppi- tuvo que disculparse públicamente después de mucho obviar el tema, y entre las excusas que dio, me dio el tíulo de esa tapa: “La ley no te perdona que seas estúpida”.
A partir de allí le pegué hasta en el piso. Constancio aplaudía. Ella abría todos los flancos. A cada boludez le sumaba una mayor hasta que el Mercedes apareció en un galpón de un campo suyo cubierto de paja. No tuve más que rociarla con kerosén y echarle un fósforo. Hacía rato que no me divertía tanto. Constancio era feliz.
Un lunes loco de contento vino a contarme que ayer domingo se había cruzado con ella en el campo de Polo (claro) y que ella le había preguntado en un ruego cuándo Tele clic dejaría de pegarle.
-- Cuando firmes para Telefé, Susana –le respodió, ejecutivo, Constancio.
Ejecutivo y chocho: las negociaciones habían comenzado.
Pocas semanas despuès, ya en pleno verano, en su casa de Mar del Plata, Susana recibía a un equipo de Tele clic para anunciar públicamente, en exclusiva, su pase a Telefé. Todavía escucho la voz victoriosa del buen Mario Paganetti diciéndome por teléfono.
-- ¡Tengo a Susana con las pelotas de Telefé!
Esa fue la tapa, pueden buscarla: Susana en su piscina de verano flotando entre los tres globos de TE LE FE.
Fuentes de primera –que aún me reservo- iban a contarme despuès que Susana le explicó a Romay que sencillamente no podía bancarse todo los medios de Atlántida en su contra. De nuevo la extorsión pagaba.
Inmediatamente Constancio me avisó que por supuesto a partir de ese día...Desde luego. No era preciso avisarme nada. Yo era un profesional. Desde ese día Susana Giménez dejó de ser estúpida y olvidamos para siempre su Mercedes... ¿Qué Mercedes? ¿La hija?.
Alcanzado el objetivo, no pude menos que lamentarlo, mi diversión se había terminado.
Porque el verdadero mercenario no busca la victoria, vive la batalla.
Sabe que la victoria es siempre de los otros, ya ven.

...(continuará)


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lunes, 7 de mayo de 2012

MEMORIAS DE UN MERCENARIO: RECUERDOS DE LA GUERRA DE MALVINAS…


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El periodismo es un negocio de extorsión, la prensa libre no existe, y estamos todos rodeados”; fue dicho en el post del 10/11/08, Una puta inmaculada, que sirve de introducción a esta sección, y donde a la vez anunciábamos estos rápidos relatos destinados a refrendar con hechos las palabras, porque una buena historia vale más que mil imágenes. El autor se retiró de lo que gusta llamar "el periodismo industrial", no arrepentido, pero si medio asqueado, al cabo de 25 años de oficio.
De su experiencia, estos recuerdos.



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El Martiyo Producciones presenta…


"Memorias de un mercenario"
 




“Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los cuarenta, se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismo se han inventado. Después, si no han dejado la piel en la batalla, se resignan a vivir como todo el mundo –a vivir mal, porque no cobran ningún retiro- y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez, y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”.

Jean Lartéguy 

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Hoy: "La derrota es nuestra"







“A cada cual su guerra”
L. F. Céline


La guerra es siempre un éxito. Nos gusta.
La gente la consume en todos sus formatos, películas, cuentos, novelas, incluso canciones, y por supuesto, y mucho más, cuando se da en la realidad y la sangre no es jugo de tomate, no pibe.
Se trata de un gran espectáculo dramático, acaso el mayor que pueda montar el hombre. Sin embargo, muy al contrario de lo que pueda pensar el novato, en tiempos de guerra el drama diario del editor ya no es buscar grandes noticias, sino distinguir cuáles de todas son las mejores, es decir, las que mejor venderán.
Las primicias quedan de lado, son raras y difíciles, porque en tiempos de guerra la censura militar reina así sea bajo democracia, (ni hablar de los medios argentinos cuando Malvinas, en plena dictadura). Siempre es mejor concentrarse en la carne mortal y sus despojos, en el drama vivo del asesinato en masa, en común.
Muertos y futuros muertos son lo más recomendable. Recuerdo cómo nos pedían entonces, a los cronistas que cubríamos el Frente Sur –y a todos, ojo, nacionales y extranjeros-, fotos de cadáveres o heridos o confesiones o cartitas de soldados prontos para partir al combate. Muertos y futuros muertos es pescado fresco.
Naves que se hunden, aviones en llamas, viviendas destruidas, mutilados, llantos, miedo, el cronista debe estar atento a todas las posibilidades, grandes y pequeñas, espectaculares y etéreas. De su astucia dependerá su trabajo, de su olfato para la carroña, su pan diario, y el  único enemigo, siempre, es su colega.
Claro que cualquier periodista que se precie de tal deseará una guerra. Es como un gran toro para un torero de verdad. Yo tuve esa suerte durante la inmensa tragedia de 1982.
Pasado el primer estupor, admitida ya como real aquella guerra a simple vista inverosímil, los medios argentinos, poco a poco –más despacio de lo debido (porque años de periodismo oficialista adormecen los reflejos) - descartaron cualquier otro asunto, y se concentraron en el gran desastre inminente.
Las cosas no podían ser mejores. Cada edición vendía más que la anterior. El tema era un éxito. El mundial de España podía esperar, el país, la deuda externa, todo podía esperar. Malvinas era el hit.
Cuando el negocio es la carroña, la guerra resulta un bacanal, seguro. Pero no todo lo que brilla es sangre. Porque tanto muerto aviva toda clase de aves y otras bestias que diseminan el horror sin que el horror ya se distinga de otra cosa. Entonces el drama diario del editor, pero también del cronista, ya no es encontrar un árbol en pleno bosque, sino distinguir cuál de todos arderá más en los kioscos.
Por aquellos días los medios gráficos que hicieron el mayor despliegue fueron -y en este orden- Editorial Atlántida, Clarín, Abril, La Nación, y muy tarde, y muy atrás, Perfil.
La cobertura más completa fue la de Atlántida, la que tenía más gente -un cronista para cada punto, y un fotógrafo para cada cronista-, y que se extendía hasta Tierra del Fuego, donde sólo estábamos Mario Markic para Gente, yo para Somos, y Roque Escobar por la revista Siete Días, de la entonces ya moribunda editorial Abril.
El chiste de los corresponsales fue Perfil. Para sus revistas La Semana y Semanario, Jorge Fonteveccia -en persona- y su equipo -tres o cuatro redactores y otros tantos fotógrafos- bajaban desde Buenos Aires en un par de coches de alquiler, bien apretaditos, pero no muy rápido. Protagonistas de su lenta road-movie ajena, cuando llegaron a Gallegos la guerra se terminaba.
A mediados de mayo subí por unos días a Buenos Aires y después volver a Río Grande ya no fue tan fácil. Al sur de Trelew ya estaban todos los aeropuertos cerrados, así que me tocó bajar por tierra y entonces recorrí despacio todo lo que entonces se llamaba el Frente Sur. Pasé un par de días en Comodoro Rivadavia, y casi una semana en Río Gallegos.
Conforme bajaba, la prensa se deshilachaba. En Comodoro estaban todos, grandes, medianos y pequeños medios, la tele, la radio, las revistas, los diarios y las agencias. En Gallegos sólo quedaban los más grandes: Clarín y La Nación, Atlántida y Abril
En Comodoro el casino del hotel, su bar y su restorante, abducían a toda la prensa nacional entre romances de ocasión, mesas de ruleta y borrachos progresivos. Base del Ejército, allí un tal coronel Solis nos informaba cada mañana lo que ese día tampoco podríamos hacer.
En Gallegos convivíamos en un mismo hotel los periodistas y los pilotos de combate. Allí ya los romances eran intersectoriales, pero los muertos eran sólo de ellos. Los pilotos comían en una mesa aparte, y de tanto en tanto faltaba otro comensal. Para nosotros era información codificada.
Mientras tanto facturábamos, amos y esclavos, viáticos y ventas. Y comíamos muy bien porque no pagábamos nunca, y entonces bebíamos mejor. Las horas vacías las quemábamos en “las casitas”, como allá se les llama a los burdeles; y el resto del tiempo lo dedicábamos a esquivar la censura militar, y las presiones de nuestros jefes. Todos los días nos sobraba un rato más.
Sin embargo había que mantenerse siempre atento al enemigo: los colegas. Si nadie tenía nada, bien, ¿pero y si alguien conseguía algo? Concentrados en nuestra propia guerra, la otra, la cierta, la única, era apenas el botín por el que peleábamos nosotros.
Los días pasaban y se llenaban de muertos y de dudas. Pero por mucho que avisara en mis informes, nada de eso llegaba a los kioscos.
Fue entonces cuando conseguí, por fin, una primicia, no era exclusiva, pero era enorme: la derrota.
El 6 de junio, para el día del periodista, el siempre triunfalista contraalmirante Horacio Zaratiegui, a cargo entonces de la Base Naval Austral, dio un sabroso asado en Ushuaia para la prensa presente en la Isla, y de postre en su discurso dijo ya sin vuelas: “más allá del resultado de esta guerra…”, y no importa qué más dijo, porque nadie le escuchó más nada. Eso era todo.
Después del asado nos despedimos con Mario Markic, que se iba a España a cubrir el mundial para Gente. La guerra se había terminado. Las últimas mediciones porteñas advertían un marcado declive en el interés del público, acaso aburrido de tanta fanfarria triunfal sin noticias concretas; o acaso más atraído ya por el debut de Maradona bajo las órdenes de Menotti. La guerra había terminado. Seguían las batallas y los muertos, pero la guerra, la nuestra, no. Los muchachos de Siete Días ya se habían ido. Yo partiría en breve. El de La Semana recién llegaba. Al menos vio caer el telón.
Esa misma tarde del 6 de junio de 1982, apenas volví al hotel llamé a Buenos Aires y avisé que la derrota ya era un hecho admitido públicamente por ese comando. Yo entonces reportaba a Tabaré Areas, y recuerdo muy bien que le repetí incluso la frase de Zaratiegui, siempre tan triunfalista, y de pronto tan sincero...
Si la derrota los sorprendió una semana después, fue porque no quisieron oírme, o creerme, o porque me oyeron y me creyeron pero prefirieron callar… por no contradecir a la Junta… o a la gente… o por salvar ese negocio de su propio final… o porque yo todavía era demasiado joven y no sabía que en tiempos de guerra, la derrota no es una primicia. Va de suyo.

...(continuará)



(*) El año pasado para estos días evocamos aquellos en nuestro post ¡Viva la guerra!, cuya lectura una vez más recomendamos.


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jueves, 8 de septiembre de 2011

MEMORIAS DE UN MERCENARIO - HOY: "UN INFIERNO INTERIOR", (a propósito del Caso Candela).


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El periodismo es un negocio de extorsión, la prensa libre no existe, y estamos todos rodeados”; fue dicho en el post del 10/11, Una puta inmaculada, que sirve de introducción a esta sección, y donde a la vez anunciábamos estos rápidos relatos destinados a refrendar con hechos las palabras, porque una buena historia vale más que mil imágenes. El autor se retiró de lo que gusta llamar "el periodismo industrial", no arrepentido, pero si medio asqueado, al cabo de 25 años de oficio.
De su experiencia, estos recuerdos.



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El Martiyo Producciones presenta…


"Memorias de un mercenario"
 




“Los mercenarios que he tratado, y con quienes a veces he compartido la vida, combaten de los veinte a los treinta años para rehacer el mundo. Hasta los cuarenta, se baten por sus sueños y por esa idea que de sí mismo se han inventado. Después, si no han dejado la piel en la batalla, se resignan a vivir como todo el mundo –a vivir mal, porque no cobran ningún retiro- y mueren en su lecho de una congestión o de una cirrosis hepática. El dinero nunca les interesa, la gloria rara vez, y se preocupan muy poco de la opinión que merecen a sus contemporáneos. En esto es en lo que se distinguen de los demás hombres”.

Jean Lartéguy 

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Hoy: "Un infierno interior"




Todo crimen es en sí mismo y objetivamente un compendio de horrores execrables, pero desde el punto de vista mediático, hay crímenes mejores y peores, más o menos importantes, y hasta los hay también, aún horribles, sin embargo insignificantes.
Es importante un caso, según el tiempo que soporte en la tapa de los diarios. De ahí para abajo, o hacia adentro, su importancia decrece.
Para que soporte mucho tiempo la tapa de los diarios, conviene que el crimen contenga sangre, sexo, poder, dinero, y política, y dos o tres si no todas estas variantes, ya que cuanto menos contenga, menos importará y más rápido será olvidado.
Pocos casos lo contienen todo, aunque el buen cronista intentará que así sea. Desde luego, por mucha que fuera su imaginación y mala leche, sin realidades que lo sostengan, antes que después el caso se le desinfla. En periodismo, muchas veces, es muy triste la verdad.
El Caso Candela, de reciente y aún actual exposición, será olvidado pronto, me animo a decir, hoy, 7 de setiembre, apenas pasen las elecciones del próximo octubre, sino antes.
Pese a los denodados esfuerzos de Clarín y La Nación, las implicancias políticas no existen, y la verdad se les reduce a las intrigas que surgen sin parar del propio entorno de la víctima. Las críticas a la impericia policial, los tiros por elevación al gobierno de la provincia, etc, ya no funcionan, el caso no les sirve, su espanto no importa. No rinde. La máquina de mentir no funciona así tan fácil.
Un buen caso, por ejemplo, es el caso Belsunce, porque no tiene política, pero le sobra sangre, dinero, y hay pasiones y lujo y traiciones familiares y una trama que se complica a medida que se aclara… pero nos sorprendería una rápida lista de nada más diez de esos casos que tuvieron en vilo al país por más de una semana, y que hoy nadie recuerda. No es trabajo para estas memorias.
Estas memorias confesionales tienen otro propósito, expiar viejos pecados de guerra, y antes aún, ilustrar a los jóvenes que se inician en el oficio con relatos de recuerdos que mejor que mil consejos, les avisen los peligros de la batalla, y sus horrores íntimos...
Porque puestos a recordar grandes casos policiales, pido la voz y el silencio porque yo he participado activa y ferozmente del caso policial más importante de la Argentina –siempre mediáticamente hablando-, y que aún hoy, cerrado sin resolverse, veinte años después, no termina de olvidarse.
Me refiero al Caso María Soledad Morales, del cual ya hice mi primer descargo en el episodio titulado Mea Culpa. No voy a repetir aquí cosas que ya conté ahí, pero vale sí una rápida composición de lugar, y hora.
San Fernando del Valle de Catamarca, 1991, María Soledad Morales, 17 años, alumna del colegio religioso más importante de la ciudad, aparece una mañana de lunes a metros de la ruta principal asesinada, desfigurada, violada y torturada.
Hasta entonces la dinastía Saadi gobernaba la provincia más o menos desde que había provincia. Pero entonces cuatro de los hijos del poder son señalados como sospechosos, esto involucró al gobierno nacional, y allí la prensa grande, toda, se dio un festín que no se daba desde los días de la guerra.
Es mucho lo que podría contarles de aquel caso, y sobre todo, de aquella cobertura, pero me voy a limitar aquí a una sola anécdota que pretende ilustrarle, al novato, de qué somos capaces los periodistas cuando la mente duerme y el músculo y la ambición no descansan.
Pasé ese verano entero enviado allí por la revista Noticias de la Editorial Perfil, de Jorge Fonteveccia.
La revista, como hoy, pretendía, por diseño, ser la Newsweek o algo así al sur del Colorado… Pero la sustancia de sus páginas satinadas a cuatro colores, eran pura basura; precariedad de medios para el trabajo, escasez de tropa, no permitían investigar con la seriedad que sin embargo sí anunciábamos, y que por otro lado, no hacía falta tampoco. La información se editaba según los ánimos o los caprichos, y las más de las veces, claro, según los negocios de Fonteveccia y nada más.
En esencia, y en rigor, nuestro trabajo consistía en rastrear los argumentos que permitieran sostener lo que Fonteveccia decía sin argumentos. Y Fonteveccia no más decía lo que su público, según él, gustaba escuchar.
Con esos principios y objetivos se cubrió también el caso María Soledad. Y dijera Whitman: “Yo fui el hombre, yo estuve allí”
El caso tenía de todo, sangre, política, poder, sexo, dinero, pobres y ricos, pasiones, infidelidades, orgías y más mentiras, y hasta el novedoso halo del gran narcotráfico por detrás, como un telón de fondo que anunciaba sin mostrar más y mejores maravillas…
Era tan bueno el caso, que no duró días ni semanas, sino meses y años, y los que estuvimos allá, sabemos que no terminó todavía, que algún día algo allí muy oscuro, quedará de golpe muy claro…
Tan bueno era el caso, en medio de un verano sin romances, suicidios ni divorcios, que toda la prensa grande saturó enseguida los hoteles, y fuimos los ángeles de la bendición de todo los restorantes, los bares y las putas de la ciudad…
La competencia entre los medios era tal, que ninguno se despegaba de ninguno por temor a que el otro tuviera lo que a uno le faltaba, y así cualquier rumor, en la psicosis de los días sin dormir y las trasnoches sin parar, cobraba la importancia de una primicia exclusiva…
El rating y las ventas subieron a tal punto, que Fonteveccia, con el olfato de las grandes aves, hacia el final del verano, más vivo que el viento, decidió un número especial dedicado exclusivamente al caso. Un éxito.
Cuando me lo avisaron, era domingo, yo estaba allí solo, apenas con un fotógrafo, pero para mi tranquilidad me dijeron que ente lunes y martes llegaban refuerzos.
El viernes debíamos cerrar sesenta páginas.
Llegaron dos refuerzos, cuatro con los fotógrafos, y el lunes, tal cual habían prometido, sí… pero traían vagas ideas lejanas del caso, y uno de ellos, y los dos fotógrafos, no conocían la ciudad.
Pero el viernes como campeones el número estaba cerrado, el domingo en los kioscos, y antes del martes ya agotaba su primera edición, Un éxito.
Ese número especial de Noticias tiene que estar por ahí todavía, y si alguien se tomara alguna vez el trabajo de estudiarlo bien y decodificarlo, advertiría magníficas incongruencias de tiempo y de lugar, de testimonios y descripciones entre notas que hablaban sin embargo de lo mismo. Y a eso le llamamos un éxito.
En un momento. desde Buenos Aires, mi superior al comando de la operación en el cuartel central, me llama y encomienda, en medio de las balas, una nueva, dura y delicada misión. Me dice así (lo recuerdo, creo, textual):
-- Jorge quiere fotos de la madre llorando, pero en primer plano… porque de lejos tenemos un montón, pero no tienen fuerza, y la queremos para la tapa… a ver si la conseguís…
Meter una tapa es todo un logro para cualquier novato, pero casi una obligación para un veterano que se supone está de vuelta de esas cosas (nunca hay paz en la batalla, más bien).
Tal vez algún día les cuente detalles y paisajes del infierno interior que crucé para conseguir aquella foto, pero la conseguí, no fue tapa por un problema de luz, pero si abrió una las notas centrales en página al corte. Un éxito, sí.
Sin embargo, ya lo ven, todavía me cuesta hablar de eso… un mercenario como yo, ya retirado y bien curtido, lleno de cicatrices y medallas, y aún así…
Porque el músculo se calma y la ambición por fin descansa, pero entonces puede que la mente despierte, y… son cosas que el novato, ante cualquier crimen, siempre hará bien en recordar.

(continuará)


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