Aquí estos apuntes extemporáneos en homenaje a uno de los escritores que más admiro porque más
me ha enseñado: Céline, el horrible doctor Louis Ferdinand Destouches.
Nunca
recomiendo su lectura.
Céline es un abismo, un maldito irrebatible: no ofrece
salidas.
Héroe
de la Primera Guerra, condenado por traición a la patria en la Segunda, médico
de suburbios, acusado de colabó, exconvicto, renovador de la lengua francesa, y
de la literatura universal, es considerado todavía uno de los mejores escritores
de la historia.
Pero no es para el lector común.
Ni el mundo, ni la vida ni la humanidad volverán
a ser los mismos después de leerlo. Mejor evitarlo.
Para el
aprendiz, en cambio, su lectura es obligatoria.
El Guernica en palabras
Es un lugar común o algo peor extraer Viaje al fin de la
noche y Muerte a crédito y desechar el resto de su obra o reducirla apenas a la
prueba escrita de la fatal decadencia de su autor. Este facilismo se debe a que
sus dos primeras novelas, sobre todo la primera, mostraban, aún, cierta
complacencia con el lector. A partir de allí Celine encarna su propio verbo y
rompe con el público también. Ya no habrá tregua. Leerlo será sufrirlo, basta
de goces, de placeres mundanos, de normalidades perimidas. Ya no narra
bombardeos: ahora detona su propia prosa.
Dícese que terminó de escribir Rigodón y se murió. La misma tarde.
¿Es posible terminar de escribir una novela un día?...
¿Mucho más cuando uno lo que hace, sobre todo, es estilo?...
Verdadero o falso, allí, en Rigodón, hacia el final de sí
mismo, lo grita por última vez: “soy un estilista con tres pares de cojones”.
Y sí.
Hubiese sido muy fácil, para cualquier escritor de su
talento, sostener a lo largo de la vida una obra apacible, sin sobresaltos, sin
riesgos, contentando a un tiempo al público y por lo tanto a sus editores, sin
más esfuerzos que repetir de memoria los muy buenos trucos mostrados en el
Viaje. Un escritor sin coraje, se hubiera refugiado ahí, así.
Céline saltó al vacío.
Dinamitó la lengua francesa, y en dominó, la novela toda. Contó
el alma de su época concentrada en sí mismo, sin máscaras ni disfraces. Fue la
forma tangible del espíritu de Europa, su grito callado a viva voz, pero sobre
todo, fue nuevo y fue mejor. No podía sino ser linchado.
Sabía muy bien que lo que no le perdonaban era el Viaje. “El Viaje les molesta… ellos y yo
sabemos de qué hablo, todo está allí”. El resto, sus panfletos, sus otros
libros, fueron la excusa. La injuria su patíbulo. Su genio su guillotina.
¿Era nazi? ¿Era colaboracionista? ¿Y por qué entonces Hitler
había prohibido sus novelas, y Petain también, así como Stalin?... Proscripto entre
proscriptos, con libros aún hoy prohibidos, tantos años después la historia apenas
gotea la verdad sobre quién fue de verdad el terrible doctor Louis Ferdinand Destouches.
Condecorado con la
Legión de Honor en la Primera Guerra, juzgado por traición
a la patria en la Segunda, médico de suburbio con vergüenza de cobrar sus visitas, sospechado de agente de
Alemania, voluntario en África para la Sociedad de las Naciones, acusado de vender la Línea Maginot, gran novelista de Francia, “Desgracia
Nacional”; su fantasma inasible tampoco nos
da tregua… ¿Cuál de todos los que era, fue, es, Céline?
La pregunta subsiste porque su obra venció al olvido.
Es un lugar común o algo peor despreciar la trilogía
alemana, las Fantasías danesas, las onomatopeyas, la violencia desganada de sus
frases inconclusas, esas metáforas inacabadas latiendo aquí y allá como bombas
de tiempo, como minas personales… Vicente Huidobro recomendaba no mencionar las
rosas en los poemas, sino hacer que florezcan. Céline lo consigue: cruza Alemania
en ruinas, y allí los escombros de su sintaxis, la furia del sonido del caos
que lo envuelve, el jadeo de la fuga en los puntos suspensivos de su prosa toda
rota.
Ni una coma, en él, era gratuita. Avisa en el prólogo de Guignol´s Band: “El jazz reemplazó al vals,
el impresionismo abolió la luz falsa… se escribe telegráfico o ya no se
escribe”. Moderno entre modernos, capaz de condensar en cuatro rápidos trazos
un espanto eterno, hoy hubiera arrasado en las redes sociales. Pero le tocó ser
el cronista del tiempo de los asesinos.... ¿Cómo hacer ese trabajo?... ¿Cómo
transmitir, con precisión, semejante delirio?...
No había manera, y entonces la inventó.
El 10 de octubre de 1932 era distribuida por las librerías
de París Viaje al fin de la noche. Toda la novela universal envejecía de
repente.
Un médico, no un escritor, ni siquiera un periodista, emergía
del silencio como la excepción que rompía todas las reglas.
Robert Denöel -asesinado en 1944 en la explanada de Los
Inválidos-, la publicaba. También en breve publicaría a Henry Miller, y entonces
le mostró el manuscrito del Viaje y Miller lo leyó y reescribió entero su Trópico de Cáncer. La guerra destruiría
muchas cosas, pero no el Viaje.
Los americanos entraron en París, y lo descubrieron. Nunca
más escribirían igual. Miller, Kerouac, Burroughs, Bukowski, inauguraban la
prolífica descendencia. Bret Easton Ellis y muchas “novedades actuales”, son
hojas apenas de las ramas de ese árbol.
Tal vez por eso, para que no cunda el ejemplo, lo cubrieron
de plumas y alquitrán. Pero el ejemplo cundió. De a poco no quedó gran cosa fuera
de Céline. “Ya nadie escribe si no me imita”, repetía hacia el final, en su
retiro de Meudon.
Su “pequeño truco” perforaba por todas partes la literatura
y el periodismo, el cine, el teatro y la radio, y por retroalimentación,
la forma de hablar, y de comunicarse. Lo coloquial, lo llano, incluso lo
vulgar, y todo aquello considerado hasta entonces “antiliterario” por definición, pasó a ser, de pronto, la mejor forma de escribir, la más directa,
la más clara. La más emotiva.
En Conversaciones con
el profesor Y, recuerda su invento, y lo subraya: “¡La emoción en el lenguaje escrito!... el lenguaje escrito estaba seco…
¡soy yo el que le devolvió emoción al lenguaje escrito!.. ¡como le he dicho!...
¡un lindo trabajito, se lo juro!... ¡el truco, la magia! ¡que cualquier tarado
hoy en día pueda emocionar “por escrito”!... ¡no es nada!... ¡es ínfimo, pero
es algo!...”
Detenerse en su avanzada, era sentarse a imitar a sus
imitadores. Eligió ir más lejos que todos.
Faltaba todavía para que los beatniks iniciaran la polémica
sobre la escritura automática, cuando Céline ya la había consagrado sin
renunciar a la orfebrería que es propia del estilista (así como ajena al
catártico). Y eso fue mucho para muchos.
Cuando aparece en 1954 la segunda parte de Fantasía para otra ocasión, Robert
Poulet –antiguo admirador de Celine- escribe en la revista Rivarol: “El monstruo perdió su agilidad increíble.
No hace más que morder todo el tiempo en el mismo lugar, con la masticación
formidable y cansina del león enfermo. Para decirlo abiertamente: cansa,
aburre”.
Ya no se trataba del maldito Bardamú del Viaje, feroz pero aún
romántico, novedoso pero entendible… ya
no quedaba nada del cronista por lo menos ordenado de Muerte a crédito. Ahora,
en su Fantasía, estallaban sintaxis y estructura sin ningún respeto por el
manejo de los tiempos ni por “las líneas argumentales” ni por el “punto de
vista del narrador”, ni más trama y subtrama que su espanto perplejo. Todo voló
por el aire. En pleno relato el narrador es atropellado por el escritor, que allí
viene a contarse, o que más bien somete al narrador para que lo cuente en un
juego de espejos con el punto de vista, que resultó demasiado para muchos. Mucho
al menos para Poulet.
¿Pero qué busca Céline con todo eso?...
Quiere contarnos sus días en la cárcel de VestreFäengsel, en
Conpenhaguen; su pelagra, sus fiebres, el frío que sufre en ese pozo condenado
entre fantasmas durante 18 meses. Después lo indultan, sí, pero después.
Mientras tanto espera la muerte, sus bienes son embargados, saqueados, la BBC lo señala como Enemigo
Público, Sartre, su admirador, lo apunta. Eso nos cuenta ahí, así, con esa prosa
y esa estructura descoyuntadas, y esa especie de pesadilla hablada tan difícil
de aguantar, de soportar, como la cárcel, como la decepción, como la pelagra, como
el resentimiento, el hambre, como los 30 grados bajo cero y su condena a muerte…
¿Y aún así pretendía vender?...
En sus libros el autor y el narrador dicen que sí. Pero su
obsesión con el estilo y el lenguaje, los desmienten todo el tiempo.
Insiste y vuelve y vuelve sobre el mismo punto. Habla de su “pequeña música”, de su "invento", su “truquito”. Busca ejemplos que mejor lo grafiquen: el subterráneo
desbocado, el palo doblado para que parezca recto bajo el agua, quiere
explicarlo, subrayarlo, distinguirlo, no cree en los hombres, y teme que por
bestias no lo notemos. Exageraba. Era, cómo no, un paranoico. Los hombres sin
demora se dieron cuenta. No se lo decían a él porque temían la foto a su lado, la
asociación indecorosa con aquel nazi despreciable. Juzgado en ausencia, Francia
ya lo había declarado “Desgracia nacional”.
Su “pequeño truco” era tan grande que iba a volverlo
inmortal. Como la rueda o la cuchara, se trataba de un invento a la vez
sencillo y contundente. Céline conecta por primera vez el habla popular con la
literatura de alto vuelo, y planta frente a las academias, como una bandera
pirata, esa verdad que hasta entonces reptaba sigilosa por los folletines más
baratos. Homero Manzi diría: “no era un hombre de letras, hacía letras para
hombres”.
Si se piensa que en la Argentina, por ejemplo, hasta 1946, el uso del
lenguaje lunfardo, del che, del vos, y el tuteo nacional estuvieron
oficialmente prohibidos por ley en las radios y los medios y en el cine; que bien
entrado ya el siglo XX Roberto Arlt y Nicolás Olivari todavía peleaban con los
críticos cada giro coloquial que osaban escribir; tal vez se pueda medir mejor
lo que en 1932 desata Céline cuando publica el Viaje. Una literatura popular,
no tenía por qué ser precaria. Un lenguaje moderno, podía sostenerse en una
cadencia clásica. Pero era imposible hacer todo eso con la sintaxis oficial. Y
Céline no se engaña: en el arte sólo el fin justifica los medios.
El arte debe producir belleza, pero esa belleza no es tal si
no conmueve, si no provoca risa, dolor o reflexión. Céline consigue, a un tiempo,
todo. Botón de muestra:
“En la compañía Poudrèdière, del pequeño Togo, trabajaban, al
igual que yo, otros negros y blancos de mi estilo. Los negros sólo funcionan a
fuerza de cachiporrazos, en suma, mantienen su dignidad. Los blancos, amansados
por la instrucción pública, marchan solos”.
Belleza, risa, dolor y reflexión. Arte del más elevado.
Literatura. Y con ese lenguaje que todos hasta entonces despreciaban, o temían.
El pequeño truco era un invento
magnífico. Un descubrimiento. Un médico lo había logrado. Un científico.
Esperar que se detuviera allí, era ignorar su naturaleza. Si el experimento
había funcionado… sólo había que avanzar, profundizar, hundir el escalpelo.
Muerte a crédito pierde ese tono lírico del Viaje, y de a
ratos el orden cronológico de su acción, la corrección técnica del punto de
vista. Céline se adentra. Prueba. Experimenta. Su siguiente obra, Guignol´s
band, comienza con una extensa onomatopeya. Por eso avisa: “se escribe
telegráfico o ya no se escribe”.
Luego París será liberado, la guerra no termina, y él,
sospechado por izquierdas y derechas, debe huir, con su mujer y su gato. Entre
España y Dinamarca, elige Dinamarca, y se equivoca.
Apenas llega lo detienen y lo encierran en el pabellón de
los condenados a muerte. Dos años después un día lo indultan y lo sueltan, a
pedido de Henry Miller, de René Barjavel y de otros que reclaman en su alegato “por uno de
los más grandes renovadores de la novela junto a James Joyce”.
Sale pero no vuelve a Francia. Serán entonces los años de ese bosque danés reseco
por el frío, con su mujer y su gato en una cabaña con piso de tierra apisonada. Cinco años escribiendo en silencio los gritos que le quedan.
De regreso de la cárcel y de la muerte, enfermo, hundido en
el oprobio, la miseria y el destierro, sin nada que esperar, desesperado o
fatal, Céline se interna de una vez por todas en las tinieblas de su propia prosa.
Los ojos ciegos, fijos. No teme. Sabe en quién se confía. En él.
Mientras el narrador del Viaje parece cómodamente sentado en
algún lugar de su derrota; al de las Fantasías danesas, al de la trilogía
alemana, lo imaginamos más bien tomando apuntes apurados mientras escapa bajo
las bombas entre edificios que se desmoronan. No hay tiempo para bordados,
diría Arlt.
El delirio que ve le ofrece su propia dinámica, y Céline la
toma. No construye escenas con palabras, apenas monta las palabras sobre los
hechos que narra. El caos, su incoherencia, la magna imbecilidad y su vacío. Son
golpes secos, duros, muchos veces innecesarios. Imprime la emoción en la
página. Si pudiera hacerlo sin palabras, igual sería literatura. Parece entrar
a la frase con cierta voluntad, cuando de pronto la abandona, como cansado o
arrepentido, sin molestarse siquiera en tacharla, y es justamente ahí, en ese
quiebre, donde el silencio resuena como un grito. Urgido, desbordado por el pandemónium
que lo envuelve, corre tras el horror, intenta asirlo… pero el horror arde en
sus manos y lo suelta, y otro hecho, más horrores, se le imponen, lo desbaratan...
No es un viaje al fin de la noche: es el fin de la noche. Ningún artificio.
En 1952 vuelve a Francia. Perdonado por la justicia, vivirá
con el badajo de colabó colgándole
del cuello hasta la muerte. Pero vuelve igual. Ama Francia, y sobre todo, dice,
¡la lengua francesa!
Se instala en Meudon, en las afueras de París. Allí morirá
en 1961, pero antes va despachar la trilogía alemana: De un castillo al otro, Norte, y Rigodón.
Acosado por la supervivencia, la vejez, las injurias, las acusaciones, las
sospechas, las secuelas de la guerra y de la cárcel, igual no se entrega. Un
par cualquiera de sus mejores piruetas le permitirían vender lo suficiente, pero no…
siguió buscando la emoción, no las ventas. Reeditan el Viaje, lo incluyen en la Pléyade, es uno de los
pocos autores vivos allí, pero sus nuevos libros desconciertan, y sus editores
lloran y le lloran, mientras Celine experimenta sin parar. Un estilista con
tres pares de cojones.
No importa –no le importa- a dónde va a llegar. Le importa
que el túnel abierto se extiende, se adentra… Ve que hay más, que todavía
existe otra forma de electrificar la frase, y prueba, insiste, no se detiene.
Ahora lo edita Gallimard, y en sus propias páginas cuenta
que el propio Gallimard le recrimina sus pocas ventas, su gracia extinta. Dice
que le pide el Viaje, más de eso. De lo mismo que ya fue. La sensación del
lector es que Céline escucha el reclamo y de buena gana lo acataría, pero que ya
no puede parar, que su propia escritura lo arrastra y se lo lleva, lo obliga a
narrarse. El túnel que abrió, ahora se lo traga.
Los tiempos superpuestos, los puntos de vista que mudan, se
cruzan, sus voces que se chocan, y esa velocidad propia del pánico que cuenta, consiguen
en su conjunto un texto estrictamente poético, aunque compuesto con la prosa
más prosaica. En blanco y negro y sus gamas de grises, ningún color, ninguna
forma terminada, todo roto, fragmentos de lo que hubiese sido o era, retazos de
relatos mutilados, el esplendor del espanto y su tragedia… Algo así como el Guernica de
Picasso, pero resuelto nada más que con palabras.
Desde luego el lector que se asoma a Céline esperando un relato
convencional, que se entienda por sí solo, que nos sirva bien ordenado, por
ejemplo, el desastre inasible de una guerra, es un lector que a Celine dejó de
interesarle allá por El Viaje, al salir de Muerte a crédito… “El autor no hace
favores”, dice el cartelito que falta a la entrada de sus siguientes libros.
Entonces vienen los aciertos y los despropósitos, los
grandes logros, y los intentos monumentales desbaratados por su propio peso. El
lector desprevenido, es acosado, confundido, de a ratos maltratado, y, o
bien se entrega, o bien abandona.
En un pasaje de Fantasía para otra ocasión, la rueda del
relato se detiene de golpe, el autor aparta al narrador, y le escupe al lector en
la cara: “Y tú… ¿eres arquitecto, o escombros?”. Ya no hay piedad. El lector no
importa. El aprendiz tal vez.
El aprendiz, el buen aprendiz, no puede –no debe- dejar de
preguntarse por qué un hombre capaz de Viaje al fin de la noche, más aún: por
qué un hombre capaz de arrancar su travesía literaria con Viaje al fin de la noche,
al cabo de sus días, ya grande, ya maduro, ya dueño de toda su técnica, hace una
cosa así… así como las Fantasías, como la trilogía alemana…
¿De verdad se ha vuelto loco, como insisten en repetir sus
detractores, los que no lo quieren, no lo entienden, o no pueden superarlo?… ¿De
verdad está terminado, y lo que hace es repetirse, imitarse sin suerte, agotado?...
No. Eso es un lugar común, o algo peor.
Céline no se imita. Al contrario: antes más bien se inmola.
Sabe que caerán sobre él, que lo darán por acabado, que lo esperan hace mucho.
Pero eso tampoco le importa.
La crítica, sus colegas, la opinión pública, la coyuntura,
lo contemporáneo. Rimbaud diría: “los placeres mundanos lo han abandonado”.
Es médico otra vez. De suburbio siempre. Tiene unos pocos
pacientes, algunos ni saben quién es, otros no lo recuerdan, y un par también
lo admiran. Y la mayoría tampoco le paga. A veces. Le sigue dando vergüenza
cobrarle a un enfermo por mucho que se lo cure. El horrible.
En la superficie de su trilogía alemana está el relato de su
fuga hacia Dinamarca a través del IIIº Reich que se derrumba sobre su cabeza.
Sí. Y la decadencia de la aristocracia jerárquica de ese IIIº Reich. También. Y
más: predice la desaparición de esa vieja Europa que -avisa- “se terminó en
Stalingrado”. También eso nos cuenta. Es el cronista.
Pero bajo la superficie del relato, está lo que de verdad sucede
en el relato. Una vez que el lector –ya prevenido- le permite a Céline su
escritura, lo que sucede es otra cosa. Complicados con Céline –ya no un alter
ego, ya él- acompañamos su fuga y vemos con él los pliegues y repliegues de las
miserias humanas, la codicia, la envidia, el egoísmo, la maledicencia, el
miedo, la ausencia manifiesta del amor, en suma y en esencia: las raíces reales
de todas las guerras que en el mundo han sido y serán.
Y eso es lo que surge como un vapor hediondo de su prosa
extraviada. Allí está todo sin subterfugios, artificios ni concesiones. No hay
héroes ni villanos, apenas los hombres, las mujeres. Nosotros. Ahí lo
imperdonable de Céline: nosotros.
Hasta donde una pieza literaria puede considerarse
“acabada”, la leyenda insiste con que Céline terminó Rigodón, novela que cierra
la trilogía alemana, la mañana del primero de julio de 1962, y que esa tarde se
murió. De un derrame cerebral.
De ser así su última escena anuncia a los chinos entrando en
Cognac. No los rechaza, no opina, avisa, describe. Es el cronista. No se lo
perdonaron nunca. Hoy los chinos están en Cognac.
Se autoproclamaba cronista. Lo fue. Su enorme literatura es
apenas una consecuencia lateral de su verdadero objetivo: contar su tiempo. Pero
no decirlo, escribirlo, sino exactamente trasmitirlo. De a ratos lo consiguió, de a ratos la
fritura de la interferencia fue mayor, pero aún entonces, siempre estuvo más
cerca que nadie de lograrlo. Y allí sigue todavía: más cerca de lograrlo que
nadie.
Es un lugar común extraer Viaje al fin de la noche y Muerte
a crédito y desechar el resto de su obra o reducirla apenas a la prueba escrita
de la fatal decadencia de su autor.
Un lugar común, o algo peor. Es como decir que el autor del
Guernica era el loco, y no Francisco Franco cuando ordenó ese bombardeo.
* * *