En la agonía de otra ruinosa aventura del
antiperonismo, en medio de una crisis social histórica, en emergencia
alimentaria, en default, mientras el gobierno de Macri se diluye en su propia impericia;
vale recordar el mediodía del odio de estos mismos sectores que en 1955 -siempre
en nombre de la libertad y la república-, desconocieron la ley, destruyeron al
país,
y masacraron a su pueblo.
El Tiempo de los Asesinos
“El peronismo no es ni bueno ni malo:
es incorregible”.
J. L. Borges
90 días después de la fecha fundacional del terrorismo en la
Argentina, cuando un grupo de sediciosos secuestró aviones de la Armada y la
Aeronáutica para bombardear la Plaza de Mayo y sus aledaños, acribillando las
calles, hiriendo y asesinando centenares para siempre incontables de civiles inocentes;
aquellos sediciosos -ya también asesinos-, derrocaban al gobierno
constitucional de Juan Domingo Perón.
El levantamiento comienza en Córdoba, donde el general Eduardo
Lonardi alza las unidades bajo su mando y comete el primer asesinato. Era sólo
el principio de una masacre autoproclamada Revolución Libertadora, y cuyos crímenes
contaban con la participación activa de la mayoría de los partidos políticos, especialmente
la UCR –cuyos comandos paramilitares aterrarían el país por mucho tiempo-, la
bendición de la Santa Iglesia Católica, la financiación de la banca exranjera, el auspicio de Sociedad Rural
Argentina, y los apoyos expresos del Reino Unido y el State Department.
El vandalismo, los atentados y los homicidios siguieron y se
multiplicaron hasta el 23 de setiembre, cuando no cesaron, pero se volvieron
oficiales. Ese día el general Lonardi asumía la presidencia de la Nación, y al
cabo de una semana de matar y matar, probaba suerte con la frase “ni vencedores
ni vencidos”. A su lado, bañados en sangre, Isaac Francisco Rojas y Pedro
Eugenio Aramburu lo miraban de reojo. 60 días después, ya lo habían barrido, y
asumían el poder, Aramburu como presidente, Rojas como vice, y desde luego, con
todo el apoyo de la UCR, la Democracia Cristiana, el Partido Socialista, el
Partido Comunista, la Santa Iglesia Catolica, los grandes medios de la hora (La
Nazión, La Prensa, Clarín), la Sociedad Rural, el Reino Unido, y el State
Department. La Plaza de Mayo desbordaba de gente, hay que decirlo.
Católicos apostólicos feroces como romanos, inmediatamente secuestraron
el cadáver de Evita, y enseguida una ley abolió la memoria y prohibió los
recuerdos. El decreto 4161 penaba incluso con cárcel la sola mención del "tirano
depuesto" o su esposa muerta, exhibir imágenes de cualquiera de los dos,
celebrar cualquier fecha instaurada por “el régimen”, y por supuesto, entonar
siquiera silbando la marcha titulada Los Muchachos Peronistas.
Y mientras los comandos paramilitares de la UCR limpiaban a
sangre y fuego sindicatos, unidades básicas, mutuales y centros sociales; en
simultáneo sus correligionarios del comité organizaban las Juntas Consultivas,
destinadas a sustentar la administración del Estado y otorgarle coartadas políticas
al nuevo gobierno y su progresión delictiva.
Antes de un año, en junio del 56, más de 30 personas eran
fusiladas. Obreros, militantes y militares. Aramburu era presidente. Alfredo
Palacios embajador en el Uruguay. Américo Ghioldi, referente socialista, pasaba
a la historia por la gracia de una sola frase: “se acabó la leche de la
clemencia”. Y todos tan contentos.
Sin otro proyecto más que el odio, el fracaso estaba
asegurado. Ocupados en destruir lo construido, rápido se complicaron los números
y allí caían en dominó los salarios, el consumo, la producción, las
exportaciones… Para 1957 Aramburu ya le pedía los primeros 700 millones de dólares
al flamante Fondo Monetario Internacional.
Al año siguiente, corroída por su propia inoperancia, la
Fusiladora convoca a elecciones con el peronismo proscrito, claro. Al grito de
cualquiera menos Perón, los desarrollistas de Clarín proponen a don Arturo
Frondizi y su tierno sueño de hacer una revolución sin pelearse con nadie. Gana
con el apoyo del peronismo al que pronto desconoce. Tenía mandato hasta el 64,
pero ya en el 62 no estaba más. “Entregó todas las cabezas, hasta que sólo le
quedó la propia”, apuntaba Perón desde el exilio.
Un títere de apellido Guido allanaría el camino para la
llegada del “honestísimo” Arturo Illía, a quien le basta un cuarto del
electorado para quedarse con la presidencia, y así mantener al peronismo proscrito
en nombre de la democracia y la república, claro. En junio del 66 lo sacaron a
empujones de la Casa Rosada.
Llegaba Onganía, su Revolución Argentina y sus noches de
bastones largos, su pretensión de caudillo, su catolicismo delirante... “Onganía
se cree Franco, pero Franco en España tuvo un millón de muertos, y Onganía en
la Argentina tiene más de un millón de vivos”, se reía Perón desde Madrid.
Sin embargo fue durante su gobierno cuando tan luego chicos
de buenos apellidos y mejores colegios -provenientes ora de la Acción Católica,
ora de los grupos Tacuaras soportados por el régimen, hijos la mayoría de
aquella burguesía que había ejecutado, financiado, o cuando menos aplaudido a
la Fusiladora-, fueron y fusilaron al fusilador Pedro Eugenio Aramburu.
Entonces trajeron un general olvidado en los Estados Unidos,
un tal Roberto Marcelo Levingston. Lo pusieron ahí pero duró poco y no sirvió para
nada. El levantamiento popular conocido como el Cordobazo había electrificado
todo el país.
Era el final. La hora de gloria del general Alejandro
Agustin Lanusse, quien veinte años antes, en 1951, había comandado el primer
intento de golpe contra el gobierno de Perón, y que ahora lo mandaba a buscar a
España porque ya nadie sabía qué hacer con el país.
Perón volvió y fue millones. El 23 de setiembre de 1973 ganaba
las elecciones presidenciales con el 62% de los votos.
Y así, 18 exactos años después, el antiperonismo cerraba el círculo
perfecto de un fracaso redondo.
Hoy, 64 años después, asistimos a un nuevo fracaso del mismo
antiperonismo, con menos bombas y menos muertos, pero más miseria, más hambre,
más desocupación, más deuda, mas ruina…
Porque el antiperonismo también es incorregible.
Pero malo.
* * *