Un blanco a pocos centímetros, imposible errarle. Cinco balas en el cargador, más que suficientes. Dos disparos, con uno hubiese bastado. Todo estaba listo para encender un infierno nacional cuyas consecuencias y desenlace superan por mucho la imaginación de un pueblo y su dirigencia al borde de un abismo, y separados por una muralla de vidrio a través de la cual se gritan sin escucharse. Mientras Estados Unidos acecha y desespera.
EL TIRO DEL FINAL
En el fondo de todas nuestras desgracias
nacionales está la banalidad con que encaramos la historia.
Con una candidez tan tierna que por ráfagas parece
estúpida, políticos y habladores mediáticos soñaban que el atentado a CFK marcaría
“un antes y un después”, “un punto de inflexión” que hasta podría cerrar la grieta.
Nada más ñoño.
El intento de magnicidio contra la figura política más
importante del país, ahonda eso que llamamos grieta, y que más bien funciona
como una muralla de vidrio. De un lado y del otro nos gritamos de todo, alzamos
los puños, retorcemos las bocas, las caras, nos vemos, sí, porque la muralla es
de vidrio, pero tan gruesa, que hace rato no podemos oírnos.
Los unos no escuchan a los otros, cada cual pesca en su propia
pecera, ni gritos, ni mucho menos razones atraviesan la muralla. Al contrario,
la engrosan, la fortalecen. Pero sigue siendo de vidrio, y el día menos
pensado, podría astillarse y reventar como una noche de cristal que se hace
añicos.
El jueves 2 de setiembre, estuvo a punto. Por lo que
tiene todas las características de un milagro, la cabeza de Cristina Kirchner
no estalló por televisión. Pero insumiría el tiempo y el trabajo de una gran
novela imaginar qué hubiera pasado si ese milagro no se operaba. De arranque, basta
considerar la reacción popular que desató apenas el pedido de condena del
futbolista Diego Luciani.
Por lo pronto una era política hubiera terminado en ese preciso
instante. Y para todos, oficialismo y oposición. El desorden inmediato desbordaría
a los unos y los otros, y por su propia dinámica derivaría en un caos social
que sólo crecería con las horas. Al Presidente Fernández la pandemia y la
guerra en Ucrania, ya no le servirían de excusa para nada: hartos de estar
hartos, los primeros que pedirían su cabeza, son los mismos que lo votaron. Ríos
de sangre y mierda correrían por las redes y los medios arrastrando en sus
torrentes a políticos y jueces, fiscales, funcionarios y periodistas que ya no
podrían salir de sus casas sin temer en cada esquina un linchamiento. Antes o después, Alberto o
no, el desborde social exigiría la represión, y entonces la nafta llovería
sobre el fuego. Como se vio en Recoleta -y tantas veces en la historia-, los
palos y los gases multiplicarían las protestas, y los disturbios seguirían por
días, semanas, acaso más; demasiado tiempo para un país endeudado y sin
reservas con un 40% de pobreza. La hecatombe económica se tragaría el resto.
Sobre esas bases habría que empezar esa novela, cuyo desenlace precisaría de un
Stephn King, o del propio Lovecraft. Apenas un milagro nos salvó de tanto
horror.
Ahora todo es fiesta como en la casa de Lázaro cuando lo
vieron andar. Superado el espanto del infierno posible, la oposición se divierte
negando la veracidad del atentado, lamentando por redes la mala suerte del
asesino, culpando a Cristina de buscar prensa; los cuatro de la Corte se preocupan
por los fiscales y los jueces que participan de la investigación, y “Cristina
que se joda”, les faltó agregar; mientras Alberto decreta un feriado que no todos
acatan, y se abraza al fracaso de su Ministro de Seguridad Aníbal
Fernández, responsable de las fuerzas que custodiaban a la vicepresidenta, y
que ahora también perdieron las pruebas del celular del asesino.
De la ciénaga de estiércol de Comodoro Py, surge la
figura de la jueza María Eugenia Capuchetti como toda esperanza de saber un día
la verdad de la verdad.
Niña mimada del reconocido operador judicial macrista Daniel
Angelici, en 2016 María Eugenia Capuchetti se convirtió en la segunda mujer en
ocupar un juzgado federal, pese a no tener las mejores calificaciones, pero en
cambio, sí, muy buenas relaciones.
Visitante frecuente de la AFI de Gustavo Arribas y Silvia
Majdalani, de su trayectoria como magistrada se recuerda, por ejemplo, que dispuso
excluir como prueba un informe que revelaba la actuación de la mesa judicial
macrista; y que se excusó de actuar en la causa contra el agente de
inteligencia macrista, falso abogado y extorsionador, Marcelo Dalessio. Ahora
tiene un trabajo duro. Sobre todo, que le crean su trabajo.
La investigación recién comienza, pero ya se perdieron
pruebas cruciales. De alguna forma, se borró el celular del magnicida. “La
historia demuestra que nada es imposible”, diría Michael Corleone, y la
humanidad ya está demasiado curtida como para comerse el cuento del “lobo solitario”.
De ser esa la verdad, costará imponerla, y tal vez nunca nadie la crea del todo.
La sombra siniestra de Lee Harvey Oswald, se abate sobre
cualquier facilismo, y enciende cualquier teoría, por más disparatada que suene.
La patraña de Dallas, murió en Hollywood, y no cerró
nunca. Aún hoy, 59 años después, nadie se anima a afirmar quién mató a Kennedy.
La mafia, la CIA, el FBI, los Rusos, la policía de Dallas, todos juntos... las dudas y los sospechosos crecen y
se multiplican, mientras Oswald cae y cae en las apuestas.
El pueblo norteamericano nunca más fue el mismo. Nunca más creyó del todo en nadie. Pronto mataban
al hermano de Kennedy y a Luther King, eyectaban a Nixon, se colgaban de los
helicópteros para salir de Vietnam, volteaban las Torres Gemelas, mentían en Irak, fracasaban
en Siria, en Libia y Afganistán, votaban a Trump y los arrasaba la pandemia... hasta que por fin un día marcharon al Capitolio, y lo rompieron todo.
Si no se tratara de Cristina, se podría hablar de un
magnicidio simple. Pero Cristina no es una mandataria a secas, sino, y sobre
todo, la única figura política argentina que inquieta a los Estados Unidos, justo en el
preciso instante en que los Estados Unidos comprenden su decadencia, y desesperan, y entonces se enfrentan a Rusia, provocan a China, sacrifican a Europa,
mientras la pobreza y la desolación se los comen por dentro; y así desesperados, claro, están dispuestos a todo. Desde luego, a matar a cualquiera.
“Si algo me pasa, no miren a Oriente, miren hacia el norte”, avisó CFK alguna vez.
Tal vez la jueza Capuchetti es capaz de llegar al hueso
de la verdad de este atentado… o tal vez nada más se estrelle contra la muralla
de vidrio, y la haga añicos.