Los chistes de Borges
Cuando le preguntan a María Kodama qué es lo que más extraña de Borges, ella no duda en responder: “su sentido del humor”. Uno de los hombres más divertidos de la historia del hombre, sin embargo, decidió pasearse por su siglo disfrazado de viejo aburrido, sin romances rimbombantes ni escándalos de vodeville, con su traje siempre gris, su bastón y su ceguera, su hablar lerdo y trabado, y su genio camuflado de sabio que no sabe. No es arbitrario pensar que esa sola caracterización, única y total, fuera su más secreta y grande broma.
En los últimos años de su vida, ya mediático por universal, tuvo que sufrir los rigores de la fama -“que no merece nadie”-, y así arrastró su paciencia -sólo comparable a la memoria de Funes-, a través de un aciago peregrinar de reportaje en reportaje soportándolo todo, y dejándonos a cambio, en su generosidad sin límites, los más altos instantes de humor de los que pueda jactarse para siempre la televisión argentina. Iniciamos entonces la serie "Borges en tevé", por llamarla de alguna manera, con éste aquí.
Cierta vez fue Juan Alberto Badía quien lo tuvo frente a frente en su rítmico programa de los sábados, y allí aprovechó para tocar uno de los temas que a Borges menos lo entusiasmaban: su eterna candidatura al Premio Nobel. De vuelta llegaba octubre, pronto sería revelado el ganador, y allí Badía, de ceño fruncido, severo como sagaz, le pregunta muy resueltamente:
-- Si le dijeran ahora que nunca se lo van a conceder, Borges... ¿su vida seguiría como siempre?
-- Naturalmente -respondió Bores levemente sorprendido-, la mayor parte de la humanidad vive sin el premio Nobel.
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