Los chistes de Borges
Cuando le preguntan a María Kodama qué es lo que más extraña de Borges, ella no duda en responder: “su sentido del humor”. Uno de los hombres más divertidos de la historia del hombre, sin embargo, decidió pasearse por su siglo disfrazado de viejo aburrido, sin romances rimbombantes ni escándalos de vodeville, con su traje siempre gris, su bastón y su ceguera, su hablar lerdo y trabado, y su genio camuflado de sabio que no sabe. No es arbitrario pensar que esa sola caracterización, única y total, fuera su más secreta y grande broma.
Una noche en auto, camino de Lichfield, Escocia, alguien le señala a Borges una pequeña capilla abandonada construída en el siglo IX.
Era tarde y había nevado todo el día. La noche helaba. Aún así, Borges se obstinó en parar, bajó del auto, anduvo la nieve, entró en la estrecha -y vetusta- capilla, y una vez adentro, en su silencio congelado, recitó el Padrenuestro en voz alta y anglosajón.
De regreso al coche, todo lo que dijo fue:
-- Le quería dar una sorpresa a Dios.
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