Los chistes de Borges
Cuando le preguntan a María Kodama qué es lo que más extraña de Borges, ella no duda en responder: “su sentido del humor”. Uno de los hombres más divertidos de la historia del hombre, sin embargo, decidió pasearse por su siglo disfrazado de viejo aburrido, sin romances rimbombantes ni escándalos de vodeville, con su traje siempre gris, su bastón y su ceguera, su hablar lerdo y trabado, y su genio camuflado de sabio que no sabe. No es arbitrario pensar que esa sola caracterización, única y total, fuera su más secreta y grande broma.
Iniciábamos aquí el otro día una serie de tres chistes de Borges que este cronista tuvo la fortuna de oír directamente de la boca de su amigo Ulises Petit de Murat. Va el segundo.
A los postres de una cena en la SADE que se perpetuaba peligrosamente, uno de los comensales comienza a narrar la triste y tétrica historia de su esposa recién muerta, que ahora se le aparecía en sueños.
-- Ricardo... Ricardo... -decía el viudo que le decía la muerta- he venido para despedirme...
Cuando desde atrás se oye la voz de Borges que apunta:
-- ¿Qué atenta, no?...
* * *
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